Desde mi calle – El último viaje (2)

Nos dieron un Skoda nuevo que no estaba mal. Pagamos los clásicos imprevistos cuando uno alquila un coche en la red. Siempre hay un chico muy dispuesto a advertirte de que algo hiciste mal cuando lo contrataste en la distancia, o que el seguro tiene una franquicia muy importante y tú te quejas porque nada de eso venía en el contrato. Aflojamos la mosca y asunto arreglado.  Enseguida me hice a los mandos del coche. Pasamos el camino desde Sevilla a Osuna como flotando en una nube de recuerdos, con la luz del sol que empezaba a templar la mañana. Puse  el CD de Alameda que había echado en la bolsa de mano en Barcelona. La música embalsamaba nuestras conversaciones y comentarios.

 

Cada mañana la luz del alba

Va dominando mis pensamientos

Y la luna no sabe nada

Y la luna no sabe nada.

 

Tenía el presentimiento de que me contaría la vieja historia de cuando fue en bicicleta a la casa de su hermano Manuel de Los Rosales. No recuerdo cuánto tiempo hacía que su hermano había dejado la casa familiar para trasladarse con la que fue su mujer el resto de su vida. Acompañó a mi padre su primo Parejo que era algo mayor que él. Su primo fue como un hermano mayor más. Tiró de él para Barcelona, le ayudó a buscar trabajo como a tantos paisanos que llegaban a la capital catalana. Parejo fue el hombre  al que se agarraron un puñado de jóvenes de Osuna para que le diera el primer empujón en Barcelona. A nadie dejaba en la estacada. La campiña y la música acompañaban historias mil veces contadas  en sobremesas de frío y risas.

Finalmente vimos en el horizonte un manto blanco sobre el cerro, coronado por una colegial renacentista. Paramos en Las Vegas a tomar un café y respirar el frescor de octubre. Un lugar que no habíamos visto antes, tal como hoy se presenta al viajante. Como no podía faltar, acompañó al café unas tostadas mojadas en el aceite más delicioso del mundo.

Tras la parada, subimos hasta la calle San Pedro. Francisco no sabía dónde nos íbamos a alojar esas dos noches. Presentí que tal vez iba a ser su último viaje y quise que lo hiciera de manera muy distinta a aquél primer viaje de ida de 1959. El Marqués de la Gomera nos dio la bienvenida. En ese palacio imponente pasó las dos últimas noches en su pueblo. Un lugar cargado de historias plasmadas en libros y en la tradición oral que siempre oí en mi casa y por cualquier rincón de la Villa Ducal.

Después de salir del hotel, nos dirigimos a lo más importante del viaje. Acompañé a Francisco a ver a su hermano que estaba en la Residencia de la Carrera. Fue muy emotivo ver el reencuentro de los dos hermanos, ya muy mayores. A pesar de su delicado estado de salud, Antonio nos reconoció. Se le iluminó la cara de alegría al vernos y una sonrisa se dibujó en su rostro. Más de cincuenta y cinco años alejados pero nunca olvidados y con los lazos de sangre bien amarrados. El equipo de auxiliares y enfermeras nos recibieron con la calidez habitual en la tierra del sol. Te sientes como si estuvieras en casa con gente tan entregada al bienestar de los residentes y sus familiares. No hay palabras para agradecer tanta devoción y compromiso, tanto cariño desprendido en personas desconocidas apenas unas semanas antes. Estuvimos con Antonio hasta la hora del almuerzo en donde ya nos tuvimos que retirar. El bar Canaletas nos abrió sus puertas para tomar una cerveza con mi primo y contarnos cómo iba la vida, después de unos años sin vernos. Nos citó esa misma noche para ir a la Peña la Seguiriya porque había un ensayo de unos aficionados y quería que estuviéramos presentes. Dando vueltas por el pueblo y sorprendidos por la cantidad de tráfico que ha llenado sus calles, buscamos un sitio para comer. Acabamos en un lugar entrañable, en El Alfonso XII, en donde Francisco disfrutó de una comida clásica, como a él le gustaba. De las de cuchara y pan.

Queda la parte final de este último viaje. Un viaje que quedará siempre en mí y en El Pespunte.

©Juan Zamora Bermudo

 

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Cuando se ausentaba de casa era cuando salíamos de nuestro armario. Allí permanecíamos sin hacer ruido. Entre las chaquetas y los abrigos era donde Adela había acomodado su pequeño redil, para que los niños estuvieran algo más anchos. Yo, sin embargo, me tenía que conformar con la parte trasera del altillo, donde guardaba las cajas de zapatos de la temporada anterior. Prefería que ellos disfrutaran del lujo de la parte inferior, justo donde más luz natural hay. Al final, cuando abríamos las puertas y saltábamos, el desenfreno se apoderaba de nosotros, como le pasaría a cualquier familia de duendes.

 

© Gaelia 2021  

Twitter @gaeliadeideas

Fotografía: Pixabay.

 

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