Desorden
Hace días decidí ordenar mi biblioteca. No es que sea una gran biblioteca, son estanterías ancladas a una pared, que forman un entramado de cuadrados, como si fueran una tabla de Excel a tamaño real. Me propuse dar a ese revuelto de libros y documentos algún sentido formal, algo que me ayudara a entender qué hacen ahí. Como pasa con las fotos de nuestras vidas, al ver las tapas, los autores, las hojas descoloridas o amarillentas, se iba el tiempo deseando recordar cuándo, dónde o con quién llegó el libro a mis manos. El tiempo que dedicaba a cada obra y a pensar dónde debía ir, era más del me había propuesto. Cada uno es un pedazo de vida atrapado por un tiempo que ya no volverá; un tiempo que habita en el recóndito sótano de los recuerdos olvidados. Intenté agruparlos por autor y temática y fui apilándolos en las estanterías, empezando por la izquierda y dejando las centrales para aquellas obras que más me han marcado. Fui colocando libros e iban apareciendo otros que deberían formar parte del grupo y que, a su vez, sacaban alguno de ellos y los expulsaba a otro. Reí pensando que quien inventó el juego del Tetris lo hizo al intentar ordenar la biblioteca familiar. Mientras avanzaba, cambié el criterio de clasificación en varias ocasiones porque parecía que tenían vida y ellos eran quienes decidían los compañeros que debían ir a cada lado de sus tapas. Todos tenemos nuestras ilusiones juveniles y en mi caso, una de ellas era tener una biblioteca con una colección de obras compradas sin mucho orden ni criterio. Hecha a fuerza de satisfacer la curiosidad por el mundo en el que vivo porque como le oí decir a Luis Eduardo Aute, «la curiosidad es la hija indómita de la ignorancia». Qué grande es la ignorancia que te anima a curiosear y a querer conocer.
Han aparecido viejos tomos que tenía olvidados o que había dado por perdidos, viejas fotografías escondidas entre páginas, billetes de dólar, diez pesos de la Cuba del periodo especial, diplomas de medio pelo y cosas así. He encontrado una obra que pensé perdida: El Siglo de las luces, de Alejo Carpentier. El escritor cubano que me dio a conocer el realismo mágico que inundó la literatura hispanoamericana allá por los 70. También el poemario de Poeta en Nueva York de Federico, que compré cuando estaba en el servicio militar. ¿Cómo pude haber perdido a Juan Marsé, Rafael Alberti, Ruíz Zafón, Cobos Wilkins o Juancho Armas Marcelo? Ya los he recatado del limbo de una biblioteca caótica, con el firme propósito de no perderlos de vista nunca más.
Todo tenía que acabar en una tarde y así llevo dos semanas, intercambiando libros de lugar a medida que voy avanzando. No sé cuál es el final de esta aventura en la que me embarqué sin saber dónde me metía. El capricho del destino querrá que dentro de unos meses, los libros estén revueltos y no pueda encontrar lo que busco. Como todo en mi vida, volverá a ser puro desorden.
© Juan Zamora Bermudo
Foto: wiki commons images
RELATOS INACABADOS
No paran de preguntar por mí y a menudo lo hacen cuando mi imaginación está en su mejor momento. Subo a la buhardilla y comienzo el ritual. Enchufo el viejo foco de luz, conecto el ordenador y reviso la librería mientras saboreo un trago de ron con hielo. Me pongo música y salgo a soñar sobre el folio digital. Es cuando mejor estoy con mi relato encadenado cuando escucho a Yolanda y a los niños, llamándome para que me vaya a dormir. En ocasiones les hago caso y otras me quedo dormido sobre el escritorio, pensando el mejor final para el relato que nunca puedo acabar.
© Gaelia 2020
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