Leyendo ahora
De socialismos y de putas

De socialismos y de putas

Lo desenvolvió y se lo metió en la boca. Hizo una pequeña bolita de papel con el envoltorio para –tras un corto recorrido sobre dos tacones de aguja– acercarse a la papelera. En aquel momento el camarero colocaba ante mí un zumo de naranja y, así como hay hombres que pasan las tardes de domingo paseando por las galerías del Museo del Prado contemplando obras de Goya o El Greco, a mí me gusta observar cómo –bien paradas a mitad de calle, bien sentadas en las escaleras de entrada a un centro comercial– mascan chicles las putas.

Tiró la pequeña bolita en la papelera y volvió a su puesto de guardia, a mitad de calle. La tarde era fría, y amenazaba lluvia. La cafetería se llenaba por momentos. Cuatro tipos de unos treinta años cada uno y con aspecto de venir del gimnasio pidieron unos batidos. Siéntense, les dijo el camarero. Los tipos se sentaron en unos sillones colocados alrededor de una mesa y, para cuando llegaron los batidos –chocolate, fresa y dos de kiwi y maracuyá– caían las primeras gotas tras el cristal por el que seguía observando a aquella mujer que, resguardada ya bajo el toldo de unos grandes almacenes, tecleaba en su teléfono móvil.

Que la mujer mantuviera la mirada baja y no pudiera verle el rostro no fue lo que hizo desviar mi atención hacia aquellos sillones, sino la pregunta lanzada en voz alta por uno de los tipos. Y tras la pregunta, la indignación por parte de los cuatro: injusticia, corrupción, una clase obrera cada día más pobre a costa de un mayor enriquecimiento por parte de las clases altas, un IVA cultural por la nubes. Y para todo ello, una solución: cambio. Un cambio, decían, entre trago y trago a sus correspondientes batidos. Chocolate, fresa y dos de kiwi y maracuyá.

Dejé las monedas en el platillo. Cogí mi mochila, me la colgué al hombro y me dirigí hacia la salida. El agua golpeaba con intensidad tras el cristal. Sorteando por un estrecho pasillo los grupos o parejas que buscaban un hueco en la barra al estar todas las mesas ocupadas llegué hasta la puerta. Empujar, decía un pequeño cartelito, y me disponía a hacerlo cuando un golpe sobre mi mochila y el sonido de un vaso contra el suelo hicieron que me girara. Me disculpé, y acepté la disculpa del abuelo. Y antes de volverme de nuevo hacia la puerta, los vi una vez más. Seguían ahí, sentados en esos cómodos sillones. Hablando. Bebiendo. Refugiados de la lluvia que caía sobre una calle que, desde ahí dentro, era ya un conjunto de manchas borrosas tras el cristal.

La puerta se cerró a mi espalda, bajo aquel toldo no había nadie, y eché a andar calle abajo. El frío me golpeaba en la cara, me subí a la altura de los ojos la bufanda, y sonreí. No pude evitar la sonrisa al recordar aquellas tardes de invierno, en el Sur. Todos sentados alrededor de una mesa – compañeros de profesión, amigos, alguna que otra pareja–, y todos con aquellas palabras en la boca: Zapatero presidente. Porque por aquellos “lejanos” días del año 2004, todos mis amigos y algunos conocidos – votantes de izquierda, claro– eran socialistas y querían a Zapatero como presidente. Y lo fue. Al menos lo fue como lo son los galgos de carrera para sus amos: alimentados y cuidados mientras pueden correr y regresan con la liebre en la boca. Unos años más tarde llegó una tal Crisis, se terminaron aquellas benditas becas y el café para todos (nunca vi – en aquellos años del 2004 al 2010– la más mínima preocupación en ninguna de esas personas por el desahucio de alguna familia que no pudiera pagar el alquiler o hipoteca de su casa, como tampoco el más mínimo interés sobre el funcionamiento de la justicia en España, y la palabra Cultura se reducía – y sigue reduciéndose– a series de la HBO y la programación de la MTV), y el socialismo pasó a ser, de la noche a la mañana, un partido perteneciente a la casta. Llegaron nuevos líderes, nuevas promesas, y meterla por la ranura de la urna del PSOE ya no daba ese gustito progresista que sentían la mayoría de sus votantes, con la gran excepción de Andalucía, claro. Porque si la educación escolar andaluza está en el primer puesto de fracaso escolar español e incluso europeo, pues bueno, qué le vamos a hacer; si en los últimos años se ha tirado de la manta dejando al aire casos de corrupción en sindicatos y PSOE, pues bueno, qué le vamos a hacer; que la palabra Cultura en Andalucía –aparte de esas series de la HBO y la programación de la MTV– se reduzca a la Semana Santa y a un par de casetas de feria, pues vale, qué le vamos a hacer. Las ranuras socialistas pueden permanecer abiertas y tranquilas, porque mientras ese partido siga dando empleo por un par de meses al año, seguirán entrando votos. La Sanidad, la Educación, poco importa cuando se tiene para un traje de chaqueta para el Viernes Santo y una entrada para la corrida de toros.                 

Final de la calle. Siete minutos para el próximo autobús, marcaba la pantalla. Me resguardé de la lluvia bajo la marquesina de la parada, saqué de la mochila mi libreta de notas y me disponía a escribir cuando sentí que alguien se paraba frente a mí. Hola, me dijo. Levanté la mirada y aquella mandíbula se movía suavemente, sosteniendo algo entre los dientes y la lengua, mientras hablaba de tiempo y de dinero. Miré por segunda vez la pantalla. Cinco minutos, indicaba. Y al volver la vista a mi cuaderno para escribir aquella pregunta que llamó mi atención en la cafetería, vi como caía al suelo un chicle usado. Ahí lo tengo, me dije. Ahí está la imagen que dará pié a un próximo artículo para El Pespunte, o quizás para un texto dramático y un nuevo montaje. Porque al fin y al cabo, la política no es más que el reflejo de esa sociedad que le permite sentarse en los sillones del Congreso.  

Lee también

 

Álvaro Jiménez Angulo 


Descubre más desde El Pespunte

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

View Comments (0)

Leave a Reply

Your email address will not be published.