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De puertas adentro

De puertas adentro

El muchacho vio cómo el hombre, con su metro ochenta de altura, se situaba al lado de la enorme pantalla de televisión para decir con su voz campanuda: <<Aquí es donde yo veo cada tarde la carrera ciclista.>> Frente a la enorme pantalla, un no menos enorme sofá, y dejando entrar la luz y la suave brisa de aquella tarde de junio del año 2001, la puerta corredera que da acceso a la terraza, desde donde se podía contemplar una maravillosa vista de la costa andaluza.

El muchacho sintió sobre su hombro la mano del hombre que, con su voz campanuda, le fue explicando todos los adelantos con los que estaba equipado el apartamento en el que se acababa de instalar junto a su esposa: pasillos en los que con tan sólo hacer acto de presencia se encienden las luces del techo, la cocina en la que apretando un botón aparece en escasos segundos un zumo de naranja recién exprimido, el suelo del cuarto de baño del que sale un templadito vapor para no pasar frío al terminar la ducha. ¡Ah! ¡Y los grifos del baño! Tan último modelo que, con poner las manos bajo el grifo, aparece el chorro de agua.

El muchacho cruzó el pasillo y entró junto al hombre en el dormitorio. Un gran espejo frente a una gran cama. Un crucifijo. Un alto y amplio ropero empotrado. Todo en colores marrones y negros, suavizados por la luz que entraba por la ventana desde la que se podía seguir viendo la costa. Sobre una mesita de noche, un pequeño televisor. El hombre, desde la otra punta de la habitación, dijo: <<Por las tardes mi mujer se sienta en la cama y ahí es donde ella ve la telenovela. >> Y tras decir estas palabras el hombre continuó hablando, pero ya nadie escuchaba.

El niño entregó una moneda de 20 duros a Antonio, el conductor, y tras recoger la vuelta y el ticket tomó asiento al fondo, tras un grupo de mujeres. El autobús reanudó su marcha, al otro lado del cristal las calles recobraban las idas y venidas de gente tras las horas de calor de aquella tarde de junio, y las mujeres hablaban entre ellas. Hablaban sobre otra mujer que, por lo visto, va contando entre las vecinas cosas que no deben salir de la casa de una. Cosas que deben quedar en familia, de puertas adentro. Porque el marido no lo ha hecho nada bien, desde luego,pero ella lo está haciendo mucho peor.

El niño llegó a su destino y bajó del autobús. Miró su reloj, tenía prisa. Cruzó la calle, entró en la tienda de nombre A la compra situada en la calle Puerta de Ronda, cogió un dulce y se puso en la fila formada para pagar en caja. Uno de los integrantes de la fila, mientras introducía en las bolsas los artículos comprados, dijo: << ¡Y la vergüenza que tienen que pasar los hijos! Ellos son los que tienen que decir a su madre que no puede ir por el pueblo hablando pestes del marido. Tienen que mandarla callar. Porque por muy canalla que sea, es el padre de sus hijos. Y lo primero de todo para una mujer como Dios manda es la familia.>> Una anciana se incorporó a la fila con su paso lento, y atendiendo al hombre continuó con el tema: <<Lo de canalla tendrá que verse. Porque un hombre es un hombre, y si se mete en la cama con otra que no es su mujer es porque tiene que buscar en la calle lo que en su casa no encuentra. >>

El niño corrió todo lo rápido que pudo la calle la Cruz mirando su reloj. Faltaban cinco minutos para las siete de la tarde. Llegó al número 22, subió las escaleras, entro en el piso, se dirigió al comedor, pulsó el botón y se sentó frente al televisor. Llegó justo a tiempo para poder ver de principio a fin un nuevo capítulo de su serie favorita, Se ha escrito un crimen, donde se cuenta las aventuras de aquella mujer de pelo blanco y eterna sonrisa, Jessica Fletcher. Una mujer que gana su propio dinero escribiendo novelas de misterio, y que vive sola en una bella casa situada en un pueblo pesquero de América. Una mujer en continuos y largos viajes por todo el mundo, y que resuelve crímenes que hombres con profesión como la de detective, sheriff o agente del orden son incapaces de resolver. Una mujer que, en aquellos años finales de la década de los ochenta y principio de los noventa, no tenía que rendir cuentas a nadie de lo que hacía o dejaba de hacer.

Estoy sentado en el banco de un parque situado cerca de la costa, en el que niñas y niños corretean de un lado a otro bajo la atenta mirada de los adultos, y los que aún no pueden andar por sí solos lo hacen llevados por la mano de su madre o de su padre. Corre una suave brisa y, antes de volver a colocarme la mascarilla y ponerme en pie,observo con detenimiento las ventanas y terrazas de los bloques de alrededor, los autobuses parados ante aquel semáforo en rojo, y cómo reanudan la marcha al cambiar su luz a verde. Todo está tranquilo, y en los rostros con mascarillas de las madres y los padres puedo ver algo de felicidad por esta vuelta a una relativa normalidad.

Estoy ya en pie. Suena mi teléfono móvil. Es un mensaje de mi tutora del máster en Estudios Feministas y de Género que curso en la Universidad del País Vasco.La próxima tutoría por videoconferencia será dentro de dos semanas, dice. Guardo el teléfono, me coloco la mascarilla, cruzo el parque,y llegando a la parada de autobuses observo cómo bajo la marquesina un muchacho joven y de no menos de metro ochenta de altura habla de forma furiosa a la mujer que está junto a él. Al llegar el autobús, y manteniendo las distancias,les cedo el paso para que suban primero, y cuando me dispongo a subir tras ellos oigo que el muchacho dice bajo su mascarilla:<<Un billete para mí y otro para mi madre.>> El conductor, con sus manos enguantadas, entrega los billetes y se queda mirándome.Doy un paso atrás, y con un gesto de mano digo que no. Se cierran las puertas del autobús. Lo veo marchar. Son muchas las tardes que me esperan frente a un ordenador, y la de hoy, en esta tarde de junio del 2020, voy a disfrutar de un paseo por la costa del cantábrico.

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Álvaro Jiménez Angulo

 

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