De eméticos y vesicantes

Admito que las dos palabras se las traen, mas igualmente admito que me pierden esos quiebros léxicos que rompen lo esperado, algo que Pérez Reverte maneja con la maestría de un consumado duelista, al hacerle esos guiños al idioma para desempolvar y zarandear el solar patrio.

La última novela de D. Arturo me ha gustado. Y no es que sea uno mucho de Alatriste, será porque ni soy marino ni aspiro a serlo. También admito que uno reclama para sí y para los demás no ser sino de uno mismo, aunque eso a veces sea ser de todos y de nadie. Pero las aventuras y desventuras de dos académicos de la Real – me refiero a la de la Lengua castellana o española, no al equipo donostiarra-, me han emocionado. Una pareja de protagonistas, un tanto peculiar, que representan ese contrapunto tan eternamente español que, por eterno, viene a reflejar bien el ánimo de este país; digo país, pero admitamos como animal de compañía también, estado o nación, o España de Españas, permitan que no use reino, porque no está la cosa monárquica para darle muchos achuchones, ni aunque sean de cariño, que ya se sabe que hay cariños que, si no matan, bien que aprietan. Y digo que la pareja de académicos refleja bien el ánimo general y, por extensión, también podría representar el ánimo y el estilo de este pueblo, de esta insomne somnolienta villa ducal, sin ser consciente, o quizás sí, de que su cuerpo y su alma se van consumiendo, espera, paciente, a que el cadáver del enemigo se muera – ¡qué barbaridad! Lo admito, ¿cómo se va a morir un cadáver?, que me dirá algún que otro doctor en letras, pero que los ilustres del esplendor local me permitan la redundancia semántica.

Nos presenta D. Arturo las aventuras de dos académicos encargados de traer a la España dieciochesca los volúmenes que componen la primera edición de La Enciclopedia de D’Alambert, Diderot y demás compañeros de viaje. Una verdadera gesta para arrojar algo de luz sobre este barbecho de oscuridad y cerrada ausencia de razón, de la que, ahitos y marchitos, somos capaces de vanagloriarnos. Ya sabemos que el patio de nuestra casa es particular, porque cuando se moja… Y no digo más, que no me gusta desvelar misterios.

En un momento de la trama, aparece un matasanos, matarife a la par que empecinado médico a palos, el cual emplea –ante la sosegada y fría estupefacción de uno de los protagonistas – los términos que dan título a estas líneas: eméticos y vesicantes. Eméticos y vesicantes: prácticas para provocar vómitos y sangrías. Matasanos, matarife, vendedor de humo, genialmente inmortalizado por Jacques Louis David, en ese soberbio lienzo donde el revolucionario Marat aparece moribundo. Y ya sabemos que si como galeno era más bien zopenco, tampoco se andaba con chiquitas cuando de males sociales sociales se trató, porque menudas fueron las curas que pusieron en práctica esa república de las condenas que fueron los jacobinos al alzarse con el poder. Aunque lo de aplicar medidas extremas de curación a los no propios, es práctica que aqueja no sólo a los foráneos gabachos, sino que es hábito común entre los parroquianos que conforman las frailerías del poder, amén del general también el particular.

Y en esas estamos por estos lares. Entre vesicantes y eméticos. Sangrados y sangrantes. Y Osuna, cuerpo inerte, sin tono y con tino atolondrado. Un enfermo que, no queriendo tomar conciencia de que su cuerpo amenaza ruina, se deja embaucar por vendedores de humo, que engreídos y soberbiamente soberbios, exponen los milagros y virtudes de una sangría continua. Y en esas andamos, con desfiles de galenos que cantan loas sobre los poderes curativos de sus medidas, y que nos presentan como verdades dogmas de fe, una fe que es de carboneros y que, a lo más que llegan, es a permitir que algunos llenen sus alforjas para realizar, por otro lado, un corto viaje corto. Y en esas seguimos por estos pedregales y secarrales – que otrora fueran tierra de lagunas – esperando que nos llueva el milagro divino, a golpe de triduos, quinarios y novenas de la cofradía de la selecta y selectiva sociedad de la sinrazón, archimandritas de la racional y decimonónica herrumbre local. Y en esas estamos, sufriendo una fiebre que parece no tener cura, por ser intrínseca a nuestro cuerpo social. Una fiebre que forma parte de este, nuestro, nosotros. Una fiebre que muestra el estado de este cuerpo: un cuerpo que no come, porque donde no hay, no se puede; un cuerpo que no bebe porque donde no existe, no puede hallarse; un cuerpo que se vuelve glauco hacia atrás porque no quiere mirar hacia delante; un cuerpo que se enroca y se retuerce en una amarga soledad, cada vez más solitaria. Y lo que es más grave, si se me apura, un organismo cuya alma se va diluyendo a golpe de eméticos y de vesicantes; un alma que se desmorona con cada paso que ni da ni quiere dar; un alma que baja las escaleras del averno mientras cree subir a las puertas del sol y del Olimpo; un alma que a jornal se va hundiendo entre las raíces, más o menos premiadas, del abandono y de a desesperanza; un alma que no es sino fantasmagórica ilusión de veleidades y de fuegos más o menos fatuos; un alma que llora a capotazos cada lances malogrado; un alma que se queja pero no protesta; un alma callada y acallada; un alma que se encalla y que se vuelve canalla canallesca; un alma que se cristaliza frágil e inmóvil en el cuerpo de la masa…

Y en esas estamos, sin atrevernos a una aventura para que la vida no siga este curso que no es vida, para que la hemorragia social, colectiva e individual, se pare. En esas estamos, claudicantes espectadores de los dimes y diretes entre hidalgos y no tan hidalgos, temiendo que alguien pueda decir que el cuerpo, como el rey, está desnudo, que es necesario usar el bisturí, aunque duela. En esas seguimos y en esas estamos, mirando ruina y rumiando miradas. En esas estamos y en esas seguimos, regalando racanerías y mercedes en pro de toda negación de avance y de progreso. Y en esas estamos, buscando contranatura la mejor sombra queme guarde, aunque me pierda cuando me guardo. Y en esas estamos, mirando los espejos de la vanagloria y perdiendo el sur porque no hayamos nuestro norte. No tenemos a Marat. No tenemos a David, para elevar a categoría mística y universal la simple y llana desaparición física. No tenemos y tenemos. Tenemos y no tenemos. Y con una ausencia de atrevimiento y de realismo, nos negamos a mirar aunque veamos. Y en absurdo soliloquio, elogiamos las virtudes y méritos de los vesicantes y de los eméticos para tratar los males que aquejan al enfermo. Y así nos luce lo que no brilla ni se espera que brille.

Y en esas estamos por estos pedregales, inmersos en darle lustre a nuestra propia academia con palabras repletas de vacío. Sin acuerdo. Y en un con sin, mirando al sinfín. Al sinfín de ocasiones perdidas, de trenes que se han alejado, de ideas que pasan a engrosar el panteón de los fantasmas locales, de esperanzas que se desangran porque los sanadores ni curan ni sanan, jactanciosos porque al fin son médico a palos.

Y sin embargo, en eso estamos y aquí estamos. Porque es necesario un proyecto que ayude a superar, que invite a buscar y a buscarnos, que invite a soñar despiertos que otra realidad puede ser posible, que no estamos ni en esas ni en aquellas. Porque es necesario mirar a los ojos al mañana. Porque ayer ya es mañana y porque mañana es lo que necesitamos hoy. Porque debemos ir aunque no lleguemos. Porque es necesario aventurarnos aunque a veces zozobremos. Porque es imprescindible la vida. Porque es vital la esencia de nuestra existencia. Porque, a pesar de perder, es necesario creer. Y, así, vamos y seguimos yendo. Porque hay que seguir yendo. Porque a pesar de este​«aquí​ estamos»y de este​«en esto estamos» es necesario y justo y bueno que se siga, sin querer obtener, con ello y por ello, mayor recompensa que la razón como única esperanza.

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En Osuna, a 20 de octubre de 2015

MANUEL MARTÍN SANTILLANA

Concejal Izquierda Unida – Ayuntamiento de Osuna

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