
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.
Orgulloso y distante, elevado sobre la falda de una aislada colina de las varias que, surgiendo sobre una amplia campiña, forman parte de la llamada Sierra Sur, avanzadilla hacia un más abrupto terreno que nos lleva a Ronda. Así veo a mi pueblo.
Imposible evitar una sensación de extravío cuando camino por el laberinto de sus calles. Imposible no admirar la amistosa armonía entre el rutilante blanco de la cal y el ocre de la piedra arenisca extraída de las antiguas canteras. Igual da que nos azote el sol veraniego o nos clave sus agujas el punzante frío invernal. Decía Juan Camúñez que, al ser contemplado, mi pueblo transmite la impresión de que se encuentra amodorrado en una siesta eterna. Y a veces cuesta despertar de un sueño.
Mi pueblo es…, mi pueblo podría ser cualquiera de la comarca. Decía una leyenda sobre un pueblo muy distante del mío y del de cualquiera de quienes me lean que, mientras permanecieran de pie las últimas piedras de una casa, seguirían en ella los espíritus de quienes la habitaron en otro tiempo. Pensé si pasará igual en todos los pueblos. Por eso, cuando veo una casa cerrada, abandonada ya por sus dueños, me pregunto qué espíritus de antiguos moradores seguirán jugueteando entre aquellos restos. Y me digo que tal vez por eso en mi pueblo todavía resisten los Paredones, los cariados restos de la Vía Sacra o del Calvario, las viejas reliquias de Santa Ana o de Santa Clara.
Al caminar por las calles de un pueblo ―que cada uno piense en el suyo como yo en el mío― me acompaña la sensación de ir rozándome, aun sin verlos, con los espectros de quienes fueron despojados de lo que fuera su casa y hoy se mueven desorientados en un laberinto urbano que les ha negado su lugar de reposo.
Ese paseo y ese entrecruzarse con espectros ―que con toda seguridad nos reconocen, aunque nosotros no los reconozcamos a ellos―, alimenta una nostalgia nacida de la imposibilidad de disociar un pasado que uno piensa paradisíaco de la única y verdadera realidad que es el presente que vivimos. En mi caso, cierro los ojos y creo verme tras las rejas de la ventana de la que fue mi casa, contemplando cómo, sobre una invisible pantalla, se proyectan imágenes de personas, acontecimientos, sucesos que ni siquiera sé si algún día tuvieron existencia física, porque la verdad es que no son más que sombras nacidas de mi imaginación.
Ese modo de ver y sentir mi pueblo ―y cada uno el suyo― actúa como acicate para que en la mente vayan cobrando cuerpo historias que nunca fueron reales, o que se han perdido con el transcurrir de los años, o que ya apenas nadie recuerda, o que yacen hundidas en el pozo del más oscuro de los olvidos. Las llamo historias tristes porque tristes fueron los tiempos en que las imagino; o son tristes, en fin, porque tristeza causa ver cómo el fluir del tiempo nos lo va arrebatando todo.
Todo lo anterior es la justificación de que me valgo para ofrecer estos Cuentos tristes de mi pueblo, que podría ser ― lo he dicho antes― cualquier pueblo. No sé si será necesaria la advertencia, pero estos cuentos son fruto de mi imaginación, aunque contengan elementos que hicieran dudar. Nada de cuanto en ellos se narra es real. La semilla de muchos de ellos es el recuerdo de ese pasado idílico que mencionaba antes. Y como la ficción es un proceso liberador de imágenes, me he tomado la licencia de dar entrada en ellos a personas y lugares que sí son reales. Espero que nadie se sienta molesto al verse tratado como personaje de ficción. Lo hago con todo mi respeto y cariño. Aunque con ello sé que asumo el riesgo de que algunos lectores duden de lo que digo y debatan sobre si conocí a don Eutiquio. O si, en efecto, supe de la historia de la Santa escuchando, oculto en un oscuro rincón, la conversación de don Francisco, cura que fue párroco de la Victoria tantos años, con otro eclesiástico que vestía sotana con ribetes cárdenos. ¿Podría haber sido verdad que el propio Manolín García Aguilar me contara la historia de don Luismi o Curro Garrido la de Pajarito? Confundir lo real con lo que no lo es nos pasa a todos y puede servir de vía de escape de otras preocupaciones.
En la última novela de David Uclés aparece un personaje que padece hiperacusia aguda, es decir, que tiene la capacidad de percibir los ruidos más lejanos como si los tuviera delante de modo que, encontrándose, por ejemplo, en Almería, oiría un ruido producido en Santiago de Compostela. ¿Pudiera ser que, sin saberlo, sufra yo de hiperopsia, y tenga el don de ver episodios tan lejanos en el tiempo que nadie recuerda ya?
Pero no, los relatos son ficticios. Cada lector verá que en su pueblo se cuentan historias semejantes. La inclusión de nombres reales no es sino un recurso literario, una especie de juego con el que crear confusión entre lo verídico y lo verosímil. Al fin y al cabo, los relatos de ficción no tienen por qué estar desvinculados de la realidad. Admitido eso, digamos que en todos los de esta serie hallaremos tanta o más carga de verosimilitud que en cualquier magacín de la televisión. ¿O acaso no son más creíbles Manuela y José, del cuento La carta, o Catalina y Carlos, del cuento Pajarito, que esos Sergio y Marieta, de La isla de las tentaciones o programas similares?
Si tengo o no razón, los lectores decidirán. La primera prueba la tendremos con el próximo cuento, que se titula Bagatela para piano.
