Cuentos, de Ignacio Aldecoa

Madrid, ed. Cátedra, 1995.

Ignacio Aldecoa Isasi (Vitoria, 1925-Madrid, 1969) puede ser para el lector un descubrimiento o un redescubrimiento después de releerlo pero nunca un autor del montón, olvidable e insustancial. Narrador de raza, parece que su situación económica le permitió vivir entregado a la literatura y poder prescindir de las instituciones literarias oficiales, donde suelen instalarse personas que necesitan vivir de la cultura. Esta circunstancia, unida a su temprana muerte, es la causa de un relativo desconocimiento de su obra. Nada que ver con otros autores de la época muchos más conocidos, por desgracia personas caracterizadas por sus inclinaciones arribistas. Sobre el particular, véase El cura y los mandarines, de Gregorio Morán, obra que contiene un relato muy crítico, nada complaciente, del devenir de la cultura oficial española durante la segunda mitad del siglo XX.

Ignacio Aldecoa se entregó a la literatura para huir de una vida demasiado aburrida por provinciana o demasiado cruel por conocida. Sus cuentos, de los que este libro ofrece una muestra escogida por Josefina Rodríguez de Aldecoa (1926-2011), su viuda —escritora también de mérito—, son un prodigio de elaboración verbal —Ignacio decía que el estilo es «un anhelo de precisión verbal»— y un luminoso producto del amor que el autor sentía por las personas, así, en general, sobre todo por las desvalidas y por las que están fuera del sistema. Su marco cronológico es amplio. Abarca desde 1951 hasta 1970 (un cuento publicado de forma póstuma). En ellos encontramos desde cuadrillas de segadores que iban por los calmos castellanos ajustándose para segar a mano —Seguir de pobres (1953)—, hasta jóvenes beatniks que vivían en la Ibiza de los años 60 —Ave del Paraíso (1965)—. Entre ellos se encuentra el célebre Aldecoa se burla (1955), un recuerdo de su infancia en el que el lector asiste a la forja de un carácter, o el tierno Los bienaventurados (1951). Este comprende un curioso texto en defensa de la vida libre. Es una paráfrasis de las bienaventuranzas católicas. He aquí un fragmento:

«Bienaventurados los vagos, porque sólo son egoístas de sombra o del sol según el tiempo.
Bienaventurados porque son despreciados y les importa un comino.
Bienaventurados porque son como niños y les gusta jugar a cazadores para alimentarse y no para divertirse.
Bienaventurados porque tienen el alma sensible y se duelen de las desgracias del prójimo: de que el prójimo trabaje demasiado, de que el prójimo luche por una posición en la vida, de que el prójimo sea tonto».

En fin, un autor, Ignacio Aldecoa, al que todos debíamos leer al menos una vez en la vida. La historia de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX hubiera sido muy distinta si él y Luis Martín-Santos, los dos narradores más brillantes, no hubieran fallecido de manera prematura. Sus familias, sus amigos y, sobre todo, los incalculables lectores futuros salieron perdiendo.

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Víctor Espuny Rodríguez

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