Mismo cortijo, distinto collar

Nueve y treinta de la mañana, hostal de un barrio de Bilbao, una conversación y, tras levantar la persiana para dejar entrar algo de luz en la habitación, me pregunta: ¿Qué ostia ha pasado en Andalucía?

Y me lo pregunta así, con la luz gris moldeando su desnudo cuerpo, los ojos entrecerrados por el sueño, y un meneo de cabeza de uno a otro lado, como si con ese movimiento de negación pudiera cambiar el resultado de las últimas elecciones andaluzas, cortando de raíz un muy poco probable, pero no imposible, avance hacia el norte. Me levanto de la cama repitiendo las palabras que escuché ayer tarde a las tertulianas y tertulianos de la radio. Cambio de época. Machismo. Retroceso. Miedo al inmigrante. Puede que alguna más. Me pongo los pantalones y entro en el baño. Enciendo la máquina de afeitar para tapar el chirriar de cremalleras de las maletas y terminar la conversación. Pero no. Por el espejo veo que cruza tras de mí, abre el grifo del agua caliente, comprueba con la mano la temperatura del agua y, mientras paredes y espejo se empañan, mientras continúa expresando su incredulidad ante lo ocurrido en el sur del Estado español, momentos de mi infancia y adolescencia regresan para colocarse ahí delante, como si nunca se hubieran ido.

Y quizás sea así. Quizás siempre estará acompañándome el quejío de aquella mujer resquebrajando el silencio de aquella tarde de pleno verano, gritando en plena calle que me mata por Dios que me mata, y las vecinas observando desde las puertas y ventanas entreabiertas cómo el marido, de un par de guantás, la hacía regresar a casa, y los vecinos, mientras tanto, viendo por la tele a un tal Induráin ganar el Tour de Francia. Quizás nunca podré olvidar aquella partida de futbolín de la que fui espectador en el Zipi y Zape, en la que uno de los jugadores confesó en voz alta lo enamorado que estaba de Macarena y que, en cuanto la viera, iba a pedirle salir, y el juego se detuvo, y las miradas se cruzaron, y la pelota no volvió a rodar hasta que uno de ellos dijo lo que por lo visto sabía toda Osuna, que la tal Macarena era una guarra, sí una guarra porque la habían visto una noche detrás de la Colegiata haciéndole una paja a un novio que tuvo meses atrás, uno que venía a verla cada fin de semana desde un pueblo más allá de Antequera, y el enamorado se quedó unos segundos con la mirada fija en la bola, y tras esos segundos sacó una moneda de 5 duros para invitar a la siguiente. Como tampoco podré olvidar a aquel chaval de diecinueve o veinte años, macaco colgado al cuello, terminando de repasar las bajeras del último olivo de aquella hilera, cuando el manero se le acerca y le dice –ordena- que de ahora en adelante irá detrás, recogiendo las del suelo, con las mujeres, ya que, entre medias de una de las conversaciones sobre lo que el día antes liaron los moros estrellando los aviones en las torres de los americanos, sus compañeros pidieron al manero (de esta petición el chaval se enteró años más tarde) que les alejara al zaraza, y que no era por nada, pero que no trabajaban codo con codo con un maricón. Y la compañera de gimnasio pedaleando en la bicicleta para quemar los mantecados y el turrón comido estos últimos días del 2018, mirando su teléfono móvil, diciéndole a la amiga que pedalea en la bicicleta de al lado que tiene veintisiete llamadas perdidas desde que le dijo que venía para el gimnasio, y así una tarde y la siguiente y que ya no puede más, que me tiene controlaita, porque no sólo es el gimnasio, también la llama cada dos por tres cuando sale sin él a tomar café con las primas o al mercadillo de los lunes, y a eso que la amiga le dice está en la puerta, y sí, ahí está, en la misma puerta, sin quitarle el ojo a su hembra.

Sin haber rozado mi cara, la máquina de afeitar deja de vibrar. Le gusta más así, con esta barba de tres días. De la mano me lleva bajo el agua templada y, al sentirla resbalar por mi piel, al ver cómo resbala también por la suya, siento unas ganas tremendas de decirle aquello que, con total seguridad, haría que me mirase como al mayor de los fachas, vestirse a todo correr, y salir de la habitación. Pero no. Al menos en esta mañana, en este hostal de Bilbao, no voy a explicarle por qué en el sur del Estado español ni se va a producir un cambio de época, ni va a resurgir el machismo, y mucho menos vamos a sufrir un retroceso. No voy a contarle que durante cuarenta años a las y los votantes del Pesoe –no a todas y todos, pero sí a una gran mayoría– no les ha importado lo más mínimo la sanidad, la educación, las carreteras o la inmigración. No voy a decirle cómo he visto a las y los votantes del Pesoe llamarse a sí mismos de izquierdas, mientras de puertas adentro en su casa imponían e imponen un sistema patriarcal, machista, homófobo y clasista. No pienso confesarle el largo tiempo que llevo sin echar una papeleta en una urna, por no mantener con mi voto a esa gran masa de estómagos agradecidos, a esa lista de enchufadas y enchufados en cientos y cientos de puestos públicos. No voy a sentir temor alguno ante aquello que dicen las y los socialistas que va a “traer” la extrema derecha tras las negociaciones para un nuevo gobierno andaluz, porque sea cierto o no, esa mierda ya estaba desde hace mucho.

¿Y a reír te pones ahora, sevillano? A pesar de tantos recuerdos, cómo no sonreír entre sus besos, sus caricias, sus gemidos. Cómo no ser feliz al sentir, tras tan largo tiempo, las fuerzas para escribir un nuevo artículo para El Pespunte.

Gracias compañeros por mantenerme el hueco.

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Álvaro Jiménez Angulo

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