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Clases de idiomas

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Muchos ursaonenses de cierta edad tenemos asociada nuestra infancia a las grandes salas de cine que había en el pueblo. No llegué a conocer de manera consciente el célebre «Cinema Capado», situado en la Carrera, pero sí los cines San Pedro y Carretería, que disfruté como solo un niño puede. Allí, frente a la gran pantalla, devorábamos películas de artes marciales y del Oeste como si no hubiera mañana, enamorados de la ficción para siempre. Pasado el tiempo visionamos películas tan inquietantes como La luna (Bernardo Bertolucci, 1979) o tan aterradoras como El exorcista (William Friedkin, 1973) y Quién puede matar a un niño (Narciso Ibáñez Serrador, 1976). El cine, sobre todo el San Pedro, era el lugar de las maravillas, de las emociones más profundas. Poco después, ya en Sevilla, estudiando, empezamos a asistir a proyecciones en el Cine Club Vida, el cine San Vicente o el Cine Club de UGT, tocados ya por el virus gozoso que el cinematógrafo había inoculado en nosotros. Luego vinieron el Corona Center, el cine Bécquer y tantos otros por toda la geografía a nuestro alcance, muy limitada entonces e igual de limitada ahora pero por distintas razones, porque hoy viajar se ha convertido en un artículo de consumo más y uno se niega a formar parte de los molestos flujos turísticos: el tiempo nos vuelve escépticos, en el séptimo arte como en todo. Hoy, además, con plataformas como Netflix y sus algoritmos, quedarte en casa a ver películas o series en vez de leer un buen libro es dar un paso más hacia la pérdida del conocimiento. Creemos a esas plataformas amables porque ellas mismas se ocupan de buscar lo que suponen que nos interesa pero, al renunciar a nuestro libre albedrío, en muy poco tiempo nos acaba interesando solo lo que ellos proponen. ¿Dónde queda en todo esto la libertad de elección?

Después de tantas películas solemos ir al cine como a un lugar previsible. Son pocas las buenas sorpresas. Deseamos asistir a la narración de una historia conmovedora pero en muchas ocasiones resulta soez, violenta o muy manida: acabado el relato, uno salta del asiento como escapando de un sillón de tortura y se echa a la calle, de la que no ha conseguido desconectar en las dos últimas horas. Asistir a la proyección de una película que te haga olvidar todo y te retenga sentado hasta agotar el último título de crédito, hasta que se enciendan las luces y no quede más remedio que volver al mundo exterior, resulta hoy extraordinario. Pero a veces ocurre.

La actriz Natalie Morales, estadounidense de ascendencia cubana, nos deja en su primer largometraje como directora —Language Lessons (2021)— una historia realmente conmovedora. Y lo consigue con una extraordinaria economía de medios. Comparado con el asignado a las grandes producciones de su país, el presupuesto de esta película ha debido resultar irrisorio, posiblemente el equivalente al catering de un día de rodaje de cualquier de esos films que vemos anunciados por todas partes y cuando vas a verlos te dejan frío o directamente te desagradan. No reflejan emociones relacionadas con el mundo de los afectos, y ya sabemos lo importantes que son. El vacío dejado por los seres queridos y la soledad que sigue a su desaparición pueden ser dos de los grandes motores de nuestra desdicha ni no sabemos gestionarlos adecuadamente. Y la película lo hace, nos enseña a hacerlo. (Hago malabarismos para no desvelar nada crucial de su argumento, algo fastidioso para cualquier lector de novelas o espectador de cine, aunque la magia, como ya sabemos, no está en el qué sino en el cómo, no en lo que se cuenta sino en la forma de contarlo). El número de actores de este entretenido y profundo film asciende a dos (Natalie Morales y Mark Duplass). Dos son también sus guionistas (Mark Duplass y Natalie Morales) y dos los productores (Mark Duplass y su hermano Jay). Este planteamiento minimalista recuerda aquellos cortos grabados con los amigos en una tarde de domingo en los que el papel de productor lo realiza quien pone la casa o trae comida y bebida y el protagonista con frecuencia es también director y guionista. A dicha economía de medios materiales y humanos se unen en este caso la economía de medios expresivos y el misterio de lo que ocurre fuera de cámara, siempre decisivo. Language Lessons posee, además, la virtud de conseguir que encontremos atractivo en las largas sesiones de Zoom a las que nos hemos visto obligados durante los dos años de pandemia y se nos haga corta una película contada solo a través de las cámaras de dos ordenadores portátiles. No se la pierdan.

 

La imagen es un fotograma de la película.

 

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Víctor Espuny

 

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