Ciervo camuflado
Como decían en una canción que a su padre le gustaba poner en el coche, él nunca había sido el guapo del barrio. Era un tipo más bien callado, aunque prefería cuando algunas personas mayores le definían como alguien ‘reservado’. Eso era él, una persona reservada a la que le gustaba observar más que hablar, mirar de lejos, reírse y juzgar para dentro. Nunca tuvo afán por ser el que llevara la voz cantante, nunca quiso figurar y coger el primero la pancarta, nunca vio la necesidad de que su voz pisara la voz de los demás. Tenía claro que la razón era una cosa que los que decían tenerla casi siempre la habían perdido. Tuvo algunos amigos, pero le acabaron aburriendo y esperó a que ellos le dieran de lado para no tener que dar él el paso de cortar ese vínculo. Muchas veces tú puedes infringirte el daño a través de otras personas y eso hace que a ojos del mundo seas una víctima cuando realmente eres un masoca.
Disfrutó de la soledad, se encerró en un mundo artificial de videojuegos, series manga y comics. Sacaba buenas notas estudiando lo justo, yendo a medio gas y pasando las tardes y gran parte de las madrugadas enganchado al online de la Play. Era feliz, hacía lo que quería y no dependía de nadie. Pero su idilio con la soledad se rompió el marzo pasado en su cumpleaños. Volvió de clase y al entrar en casa se encontró a sus padres y a su abuela con una tarta. Le cantaron, sopló las velas y merendaron. Al terminar, mientras ayudaba a recoger la cocina, su abuela con el puño cerrado buscó su mano y le dio un billete arrugado de 50 euros, pero antes de que él pudiera darle las gracias, la anciana le dijo mirándole a los ojos: “Esto es para gastarlo con amigos, nada de videojuegos”. Sí, sí, sí, abuela. Ella lo agarró del brazo y le dijo: “Es en serio, me da mucha pena verte solo. Hoy no ha venido ningún amigo”. A él se le cortocircuitó el mecanismo de defensa que llevaba años afinando, por primera vez en mucho tiempo no tuvo ganas de pensar para dentro “joder con la vieja”, si no que por el contrario apartó de un violento manotazo la mano de su abuela y partió el billete en su cara mientras gritaba: ¡Yo no tengo amigos! Sus padres fueron rápido a la cocina extrañados, pero para entonces él ya estaba en su cuarto, con el pestillo echado y llorando como nunca lo había hecho.
Tras varias semanas de silencios punzantes empezó a descubrir la otra cara de la soledad, las palabras de su abuela se le clavaron como un dardo al principio, luego como un puñal y al final como una lanza. Estaba solo, y ya no había oportunidad de volver. En clase se había ganado la fama de raro a pulso, él se cerró todas las puertas de la amistad, no había nadie con sus mismos gustos y él no se veía con la capacidad de amoldarse a los de los demás. Su coraza empezó a desintegrarse y lo pasó realmente mal, nunca pensó que podría llegar a sufrir así. Un día no pudo más y lo habló con sus padres, había tomado la decisión de que al año siguiente quería irse a estudiar fuera, a un sitio donde nadie lo conociera, empezar de cero, poder volver a construir un armazón, pero esta vez indestructible, como el de los demás. Sus padres al principio estuvieron reticentes, pero finalmente accedieron.
Y así llegó a Madrid, con las ganas de nacer de nuevo, de aprender a ser uno más de los que él antes aborrecía. Llegó al Colegio Mayor con hambre de amistad, pero se dio cuenta de que no sabía cómo hacerla. Tanteó, se presentaba, sonreía mucho, carcajeaba los chistes de personas que le parecían verdaderos subnormales, pero que pronto se dio cuenta de que eran los que manejaban el cotarro. Buscó su hueco, aceptó su mote y se dejó hacer todas las perrerías. Total, eran dos meses de putadas y por fin conseguiría la ansiada aprobación del grupo. Era un cachorro llamando a las puertas de la manada, un lobo sin dientes con ganas de morder.
En este proceso conoció la bebida y, en uno de los bares de la Calle San Francisco de Sales, notó su primer pellizco en el corazón cuando vio salir a una de las colegialas de otro Colegio Mayor. Era una noche de septiembre y se debió notar tanto que uno de sus veteranos se pispó y tomó nota. Lo obligaron a ir a la mesa de las niñas y sacarse un moco delante de ellas. Él respiró hondo y volvió a hablar para dentro, no se podía creer que fuesen tan cabrones, pero bueno, recordó su objetivo: pasar las novatadas y encajar. Se levantó y fue hacia la mesa, iba a meterse el dedo en la nariz delante de las niñas, pero antes de que lo hicieran, otros dos novatos aleccionados por el veterano le bajaron los pantalones y lo dejaron en calzoncillos delante de las chavalas. Su cara se puso roja al instante, se paralizó por unos instantes, le entraron ganas de sacar alguna lagrimilla, pero no, recordó cuál era su mayor arma ante la humillación. Con toda la terraza mirando, empezó a descojonarse y al grito de: “¡qué mamones!” volvió a su mesa a abatirse en el asiento. Se metió dentro de sí mismo y volvió a sus silencios, lloró sin llorar, era odio lo que sentía, pero volvió a pensar que todo esto solo era un trámite, una tradición que había que pasar para ser aceptado. De vuelta al colegio, les dieron instrucciones de lo que tocaba hacer esa noche. Él mantuvo la persiana bajada hasta que escuchó la palabra clave. Entonces la subió, asomó la cabeza y comenzó a gritar. Si había que hacer el mono por él no iba a quedar. Su objetivo era llegar a poder ser lobo.
EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.