Chapuzas
Tengo un amigo que se llama Manuel y tiene treinta años. Manuel nació en la ciudad de Huelva, y convive junto a su novia Ana en un piso que ambos acaban de comprar en dicha ciudad tras entramparse por décadas hasta las cejas. Un piso pequeño, me dice. Un par de habitaciones, una cocina con lo justo y necesario, y un baño con lavabo, wáter y plato de ducha. Y para de contar. Ni aire acondicionado, ni gas natural, ni vitrocerámica ni nada. Los muebles, de cuando Franco echó los papeles para el servicio militar. Las ventanas, al ojo patio dan todas, ninguna a la calle. Entran en el piso los de Cuéntame para grabar un capítulo y los encargados del decorado se largan al bar porque pa qué, si el trabajo ya está hecho. Pero es todo lo que se puede. Con estos sueldos, estos impuestos y estos precios, no hay para más.
Manuel me habla mientras tomamos unas copas. Porque tras los años de carrera, tras tantas pizzas repartidas jugándose la vida cada fin de semana montado en un destartalado ciclomotor y tras tantas noches en vela repasando apuntes antes de cada examen, Manuel ha aprobado las oposiciones y al fin dispone de un modesto sueldo con el que poder poner, junto al sueldo de Ana, un techo sobre sus cabezas y un plato caliente en la mesa. Y él sonríe, y yo también sonrío. Y pedimos otra porque mi amigo es feliz. Hasta que, tras un largo trago, Manuel pierde la sonrisa, deja el vaso en la barra, y se acerca para decirme algo sobre un lavabo, 50 euros, y una madre dando a luz.
La cosa fue que Manuel abrió la puerta del piso y se encontró con un tipo de dos metros de alto y ancho como un ropero con las puertas abiertas que le dijo buenos días, soy el fontanero, y vengo a por lo del lavabo. Pase usted. El ropero pasó. Justo ahí, la puerta de la derecha. Y al verlo caminar hacia el cuarto de baño Manuel se fijó en las blancas zapatillas de deporte, en el pantalón blue jeans con un par de tajos modernos a la altura de cada rodilla, y en la sudadera de la misma marca y color que las zapatillas. Todo a juego e impoluto. Todo, menos la bolsa de plástico que traía en la mano. Una de esas bolsas como las que ofrecen los cajeros y cajeras justo antes de cerrar la cuenta, y de las que al final tienes que comprar tres o cuatro porque, con esas asas de papel de fumar no llegas ni a la vuelta de la esquina. Una bolsa de plástico que, al abrirla para sacar las herramientas que trajo para hacer su trabajo —un largo cable metálico y una llave inglesa—, dejó por el suelo del baño un ticket de compra y migas de pan.
Ya frente al lavabo el tipo preguntó desde cuándo era el atasco, y tras la respuesta de Manuel se subió las mangas de la sudadera, introdujo el cable por el desagüe y chas chas chas, cable arriba y cable abajo. Sacó el cable, abrió el grifo y nada, el agua quedaba estancada. Metió el cable otra vez, chas chas chas, y lo mismo, no tragaba. Tras el segundo intento dejó el cable en el suelo, se agachó para mirar tras el pedestal del lavabo y preguntó a Manuel si era tan amable de tener unos alicates. Manuel acudió a su caja de herramientas y volvió con los alicates. A los pocos segundos preguntó por una llave grifa, y Manuel trajo la llave grifa. Y cuando Manuel pensaba ya en traer al baño su caja de herramientas, el tipo se puso en pie y sin prisa y sin pausa dijo que para arreglar el atasco tendrán que venir unos albañiles y quitar de aquí y poner allá y que si tal y que si cual. Y así el agua dejará de atascarse. ¡Alehop! Y son 50 euros. En metálico, claro.
Manuel termina su copa y me dice que se quedó de piedra. Me quedé de piedra porque no llevaba ni diez minutos frente al lavabo, y de las herramientas que había utilizado la mitad las había puesto yo. Cogió la bolsa para guardar el cable y la llave inglesa. Se bajó las mangas de su sudadera. Después se quedó mirándome. Días atrás pregunté en las tiendas del barrio por un fontanero, y me mandaron un sinvergüenza dispuesto a levantarme 50 euros por la cara. Y me los levantó. O quizás… No. Quizás, no. La culpa es mía por dejar pasar a un tipo sin preguntarle antes por el carnet de fontanero. Por participar en este chiringuito montado desde hace décadas en el que cualquier vecino o vecina que le salga de los cojones o del coño se planta ante tu puerta diciendo que sabe de fontanería, albañilería, pintura y la madre que nos parió a todos. Y si nos metemos en temas de facturas, IVA y demás, apaga y vámonos. Ahí ya no queda santo ni santa con cabeza sobre los hombros en este país de chapuzas.
Salimos del local. Es ya noche cerrada. Caminando calle abajo vemos salir de un portal a un chico joven vestido con gorra y camiseta de una conocida empresa de comida a domicilio. El chico se monta en un ciclomotor, se pone el casco y sale a toda velocidad saltándose un semáforo que acaba de cambiar de ámbar a rojo. Manuel clava la mirada en el ciclomotor que va perdiéndose poco a poco a lo lejos.
Álvaro Jiménez Angulo
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CON LA PALABRA EN LA BOCA
Lector fiel de las páginas escritas por Virginia Woolf, Dulce Chacón, Pérez Galdós, Buero Vallejo y Ramón J. Sender. Licenciado en Escenografía y Dramaturgia por las escuelas de Arte Dramático de Sevilla y Madrid respectivamente. Máster en Creación Literaria por la Universidad de Sevilla. Máster en Estudios Feministas y de Género por
la Universidad del País Vasco. Docente en Escola Superior de Arte Dramática de Galicia. Cursando estudios de doctorado en el Instituto de Investigaciones Feministas de Madrid.