Católicos de rebequita negra
Yo nunca discuto con mi párroco. En primer lugar, porque D. Rafael siempre me ha querido mucho y, en segundo lugar, porque él está en su sitio y yo en el mío. Me explico. Si yo quisiera organizar algo en el pequeño templo parroquial a la hora de un entierro, chocaríamos. Si él me dijera a quién tengo que contratar en mi empresa, seguramente habría algún desencuentro. Pero ni él hace eso ni yo tampoco me inmiscuyo en lo que no me corresponde. E voila! Cada vez que nos vemos nos damos un abrazo de los de verdad.
Todos ustedes saben que no digo esto por ponerme de ejemplo, que para numeritos de estos no estoy yo a estas alturas. Si hablo de esto es porque me duele algo que se viene dando en la Iglesia en los últimos 30 años, cada vez con más redoble de tambor. Los católicos de a pie nos estamos clericalizando a pasos agigantados.
El compromiso laical se ha venido entendiendo cada vez más como implicarse en la toma de una serie de decisiones que le corresponden al cura: decoración de los cultos, dónde se coloca el coro o se tira el arroz, espacios en la agenda, estilo litúrgico o repertorio del concierto de la banda… vamos, que estamos discutiendo por dónde poner aquellas flores en lugar en dedicarnos a lo que los laicos nos tendríamos que dedicar.
¿Y a qué nos tendríamos que dedicar? Pues dice la Lumen Gentium que debemos ocuparnos prevalentemente de las realidades temporales, ordenándolas según el plan de Dios. Bien, esto se ha repetido tantas veces que sencillamente hay que concluir que el problema no es saberlo o no, sino querer o no querer hacerlo. Y no queremos hacerlo, está claro. Juan Pablo II, en la Encíclica Los fieles laicos (cfr. nn. 36-44), propone los campos concretos de mayor importancia para el compromiso laical: promover la dignidad inviolable de la persona humana, venerar el derecho a la vida y exigir su respeto y defensa, promover el respeto de la dimensión religiosa del hombre, redescubrir la familia como el primer campo del compromiso con el mundo, fomentar el compromiso caritativo y social, promover la justicia como destinatarios y protagonistas de la política, situar al hombre en el centro de la vida económica y social, evangelizar la cultura…
«La Iglesia –decía Juan Pablo II– pide que los fieles laicos estén presentes con la insignia de la valentía y de la creatividad intelectual, en los puestos privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y la universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los lugares de la creación artística y de la reflexión humanista».
No obstante, en lugar de empeñarnos por renovar el mundo en Cristo, nuestra tarea se ha quedado a la sombra de las sacristías. A cubierto, lejos de las inclemencias del mundo de hoy cuando truena contra la cultura de la vida, contra la dignidad del trabajador, contra la libertad religiosa, contra los más vulnerables… Claro que sí, se está mejor en la parroquia pidiendo concesiones al pobre cura mientras en nuestro hogar, nuestro trabajo y nuestro ámbito social damos la espalda a la tarea que realmente se nos ha encomendado.
Muy a la española, venimos de aquel extremo de las décadas de los 60 y 70 por el que muchos cristianos se centraron tanto en el compromiso con el mundo que acabaron descuidado la vida interior, la oración, la Eucaristía, el sentimiento de amor y pertenencia creativa a la Madre Iglesia. Entonces la Iglesia española le cogió miedo a la calle: los obispos remataron a los movimientos obrero y estudiantil de la Acción Católica, y los laicos más comprometidos abandonaron la Iglesia o se atrincheraron contra la jerarquía para discutir solo de cosas de curas que a nadie preocupaban… y siguen sin importar a tanta gente que padece una enfermedad o no llega a fin de mes.
Ahora, pendulazo a la contraria, hemos creído que nuestra madurez como laicos consiste en suplantar al sacerdote, asumiendo cada vez más funciones que no nos pertenecen. Y, de este modo, hemos protagonizado uno de los mayores errores laicales de nuestra época: la ruptura entre el Evangelio, la cultura y los movimientos sociales. Nos hemos cerrado a generar nuevos cauces de mediación sociocultural entre el Evangelio y el mundo. Nos hemos clericalizado.
Recuerdo la anécdota que le ocurrió a un buen amigo. Estaba siempre en la parroquia enredado con catequesis, hermandad y grupo de misiones. Un buen día, el párroco decidió que ya era hora de confiarle tareas propias de un “verdadero laico comprometido”, y le dijo «niño, ponte este domingo la rebequita negra que me vas a ayudar a dar la comunión». El culmen de un laico mal ubicado es precisamente éste, llevar rebequita negra en lugar de meterse hasta el cuello en la asociación de vecinos, los medios de comunicación, el AMPA, la enseñanza, los claustros universitarios, los colegios profesionales, el sindicato, la asociación pro-vida, el partido político o la propia empresa. Y hacer esto desde aquellos valores humanos y evangélicos relacionados con el compromiso social: promoción del bien común, justicia, espíritu de servicio, solidaridad, paz, reconciliación, promoción del desarrollo y respeto a la dignidad humana.
Qué procesión Magna más impresionante sería ver a una legión de fieles laicos en sus coches y transportes públicos, que profesan su fe yendo a estudiar, a trabajar cada mañana, muy temprano, para construir el Reino de Dios vestidos de alegría, esperanza y caridad… sin rebequitas negras.
A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.