Católicos de piel fina


A mí como católico no me hizo gracia lo de la estampita de la tal Lalachus. No lo veo ni un insulto ni una herejía. No me hizo gracia porque no me gusta que se rían de cosas que para mí son importantes, pero sí me río cuando se meten con cosas que pueden ser importantes para otros. Es más, no me hizo gracia lo de la vaquilla del Grand Prix, pero sí me carcajeo cuando el que sale es un jugador del Betis o cuando el que aparece vestido de santo no es otro que el Diego. Entonces meneo la cabeza sonriendo y digo para mis adentros, ¡cómo son los argentinos con esto del fútbol! ¿Contradicciones? Sí. Y que la indignación va por barrios.
Es lo bueno que tiene la libertad de expresión. La Ilustración nos dejó cosas buenas y cosas malas. Una muy buena es haber convertido Europa en el refugio de todos los librepensadores del planeta. Tenemos libertad para blasfemar, aunque a algunos nos parezca hasta pecado. Y no quiero que esa libertad la toque nadie. Es un logro irrenunciable y, además, es una garantía de que todos los credos seguirán teniendo un espacio. No va contra nadie, sino a favor de todos.
El ejercicio de la libertad es un derecho. La Iglesia recibe ayudas con el dinero de todos para dar culto a Dios, pero es que Dios para muchos no existe y, en cambio, entienden que la Iglesia es una herramienta de poder y manipulación. En este país subvencionado también reciben ayudas, entre otros muchos, el cine, la ópera o los sindicatos, te gusten o no, vayas o no vayas. Menos mal que hay libertad, esa que garantiza el respeto a todos dentro del espíritu constitucional.
Esto no es un delito de odio ni otro contra los sentimientos religiosos. Es una provocación con la que cualquiera sabe que va a copar portadas durante un tiempo. La respuesta de muchos católicos de piel fina no ha sido tampoco precisamente ejemplar: insultos al físico de la presentadora o exigencias revanchistas de consecuencias contra la muchacha.
No hay nada nuevo bajo el sol. Ya muchos recibieron la denominada «revolución laica de Zapatero» (G. Rampoldi) como el pórtico apocalíptico a nuevos tiempos de prueba y persecución. Ante la intención de aquel Ejecutivo de negociar un nuevo Concordato con la Santa Sede, reconsiderar la legalidad de las inmatriculaciones o suprimir los privilegios de la Iglesia, no pocos obispos y grupos eclesiales nos invitaron a mantener una actitud pública beligerante, pero no a desarrollar actitudes propias de los cristianos “perseguidos”.
Aquello luego quedó en lo que quedó. En estas cosas más que a la España de charanga y pandereta nos parecemos a la Italia de Don Camilo y Peppone. En efecto, las visitas no ya cordiales, sino «entrañables» (EFE, El País, 21-06-2004), entre Juan Pablo II y Zapatero se sucedieron en cascada. No se le negó a la Iglesia ni uno solo de los llamados “privilegios”. No se tocó el Concordato. Y, para colmo, Gaspar Llamazares pidió para el Papa la Gran Cruz Isabel la Católica, el Kichi le concedió la Medalla de Oro de Cádiz a la Virgen del Rosario y los de Zaragoza en Común se fueron a cangrejear delante de los pasos con los del Consejo de Hermandades.
En definitiva, creo que a este tipo de persecuciones se apunta cualquiera y que, además, llamarlas así, “persecuciones”, es una ofensa a la verdadera Iglesia perseguida y mártir. Sobre este asunto podremos leer a muy pocos pastores invitándonos a comportarnos como auténticos cristianos ante aquello que consideremos un insulto: perdón, amor, misericordia… es la única respuesta. Jesús incluso imploraba el perdón para quienes le quitaban la vida «porque no saben lo que hacen». Un auténtico cristiano no solo debe querer vivir como Jesucristo, debe querer morir como Jesucristo. Pedro fue crucificado boca abajo porque no se consideraba digno del honor de ser crucificado como Cristo. Pero nosotros… ¡ay, nosotros! Qué fina tenemos la piel para ofendernos por una estampa y con qué pellejo más duro cruzamos los brazos mientras el Corazón de Jesús sufre por la guerra, al haber cada vez más niños pobres sin comedores escolares en verano, jóvenes sin techo o mayores sin asistencia. Eso parece que nos duele menos que la honra, la imagen o la conservación de los incuestionables espacios de poder. Pero el Nombre de Dios solo se santifica de una forma. Y para eso hay que tener no solo la libertad que hace falta para blasfemar, sino una aún mayor: la que hace falta para amar.

A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.