Cartas italianas


Desde Olbia, una población costera de Cerdeña, me llegan cartas capaces de animar a cualquiera. Allí se lee con interés la biografía del príncipe de Anglona, que tuve la mala suerte de ver publicada y presentada en plena pandemia, un acto desangelado, celebrado en el Casino de Osuna con solo los más fieles a los eventos culturales y todos provistos de mascarillas. Desde entonces, los ejemplares duermen en cajas de cartón guardadas en algún oscuro almacén; quizá en el futuro resulten útiles para hacer cucuruchos con sus páginas y vender, por ejemplo, almendritas saladas. O cacahuetes.
En una de esas últimas cartas italianas, mi corresponsal destaca uno de los hechos más singulares de la vida de nuestro Téllez-Girón. En 1840, siendo Capitán General de la isla de Cuba, tanto el príncipe como su mujer, María del Rosario Fernández de Santillán, se vieron sorprendidos por una de las más peculiares muestras de cohecho que, probablemente, habían conocido. El episodio lo recogió Álvaro de la Iglesia Santos en Tradiciones cubanas y puede encontrarse, más o menos modificado, en varias páginas webs. El desinteresado donante de llamaba Francisco Marty y Torrens, uno de los españoles residentes en La Habana enriquecidos con la trata de esclavos. Don Pancho, así era conocido Marty por todos, poseía, entre otros lucrativos negocios, el monopolio de la venta del pescado en la ciudad. Llegado a Cuba sin un ochavo a principios de siglo, su buena suerte y su ambición fueron tales que en 1838 había inaugurado un teatro con noventa palcos y capacidad para cinco mil espectadores (para hacernos una idea, el aforo actual del Teatro del Liceo de Barcelona es de dos mil doscientas noventa y dos personas). Por dicho espacio escénico cubano, cuyas características técnicas lo acercaban a la Scala de Milán —hoy día, bastante transformado, lleva el nombre de «Gran Teatro de La Habana»—, pasarían artistas de la talla de Sara Bernhardt, Enrico Caruso o Louis Moreau Gottschalk, aquel pianista y compositor estadounidense formado en Francia y admirado por Listz y Chopin. Ese año de 1840, don Pancho le preguntó a María del Rosario la víspera de su santo qué quería que le regalara. Ella le respondió que un pargo de San Rafael, el pescado más sabroso de aquellas aguas. Al día siguiente, bien temprano, un esclavo negro de imponente presencia se presentó en el Palacio de los Capitanes Generales llevando el pargo en una bandeja de plata. A la vista de la tensión de los brazos del esclavo, el pescado pesaba mucho más de lo que le correspondía por su tamaño. El presente iba acompañado de una tarjeta de felicitación en la que se aconsejaba a María del Rosario que abriera el vientre al pescado. El matrimonio siguió las indicaciones y, al hacerlo, cayeron sobre la bandeja de plata las monedas de oro con las que había podido ser rellenado. Quizá Marty y Torrens pensara que un simple pescado era poco para tener asegurada la voluntad de la máxima autoridad de la isla.
Después de conocida la historia se impone una reflexión. La mayoría somos corruptibles, el lujo y el afán de lucro nos pueden. Ignoró que hicieron Anglona y su señora con aquel regalo, si degustaron el pescado y guardaron las onzas. Cuando hace años leí la historia por primera vez pensé que quizá el mero hecho de su conocimiento se debía al rechazo del regalo por parte de la pareja, pero teniendo en cuenta cómo somos los humanos esa posibilidad se empequeñece con el tiempo. Además, la gestión de Anglona del problema de la esclavitud en la isla fue puramente continuista. Según Hugh Thomas en La trata de esclavos. Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870, la voluntad del Téllez-Girón impidió que fuera publicada en la colonia una bula del papa Gregorio XVI contra la trata de personas —In Supremo Apostolatus (1839)—, documento por el que se condenaba a la excomunión a quienes comerciaran con esclavos. La bula había sido publicada en la Gazeta de Madrid en 1840, pero no vio la luz en la isla a pesar de las presiones británicas. No parece, por consiguiente, que Anglona fuera partidario del abolicionismo, corriente humanitaria que constituía uno de las principales banderas de la política exterior inglesa en aquellos años. Después de haber sido uno de los países más enriquecidos con el comercio de esclavos, y de haber dado a la historia de la codicia y la crueldad humanas episodios tan abominables como el del barco esclavista Zong (1781) —su relato puede leerse, entre otros lugares, en Gonzalo Pontón Gómez, La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII—, Inglaterra había caído del caballo camino de Damasco, de repente había visto la luz, e intentaba por todos los medios acabar con la esclavitud en los otros países; hubo quizá un atisbo de compasión en la generación siguiente. Ese apasionado empeño británico jugó, sin duda, en contra de sus deseos: los españoles veían sus intentos y alegatos abolicionistas como injerencias en su política interna. Así al menos justificaban la no asunción de los principios abolicionistas, nacidos en Inglaterra en buena hora, pero por su propia mala conciencia. Según Gonzalo Pontón en la obra citada, la prosperidad de ciudades como Liverpool no puede entenderse sin el comercio de esclavos: sólo entre 1750 y 1780 fletó dos mil barcos negreros. En el mismo periodo de tiempo Londres había fletado ochocientos sesenta y nueve y Bristol seiscientos veinticuatro. La acumulación de capital proveniente de este lucrativo negocio facilitó el proceso de industrialización de Inglaterra y de otras zonas de Europa. Es nuestro pasado, que no debemos juzgar con criterios actuales, pero sí conocer. Se comerciaba con las personas de piel negra como podía hacerse con el té, el azúcar, el café, el algodón o el tabaco, como una mercancía más, y muchos buscaban aumentar su riqueza invirtiendo en ese negocio. Infinidad de europeos, hombres y mujeres de negocios, lo hicieron, destacando en España, por su prosapia real, la exreina María Cristina y su segundo marido, el taranconero Fernando Muñoz, ennoblecido por la madre de Isabel II como duque de Riansares en 1844. De todas formas, y si sirve de consuelo a las personas más preocupadas por los derechos humanos, los negociantes españoles no fueron, ni de lejos, los más activos en el comercio esclavista. Portugal desempeñó un papel mucho más destacado, como prueban los ensayos históricos publicados: los territorios del África Occidental que controlaban colocaron a los lusos en una posición privilegiada. No obstante, fueran quienes fuesen los protagonistas, ese comercio innoble tuvo lugar, aunque hoy, a las personas concienciadas con la necesidad de defender la dignidad humana, nos parezca un mal sueño. Piénsese también que sin la ayuda de las personas que conocían mejor las regiones donde se capturaban los esclavos —individuos africanos que ganaban un buen dinero con el tráfico—, esa actividad no hubiera podido realizarse, por lo que la culpa está muy repartida, no hay por qué demonizar a los europeos. Allá donde haya hombres habrá corrupción, es un hecho. Somos así. Solo hay que considerar el fenómeno actual de las precarias y atestadas pateras, quién se embarca en ellas y a cambio de qué. Algunos europeos y africanos se están enriqueciendo con ese tráfico: acumulan, satisfechos, un dinero manchado de sangre. Nada nuevo bajo el sol.
