Caminante, no hay camino


Gracias al intento de hallar defensa en árboles lejanos, aquellos homínidos que se encontraron aislados en el africano Gran Valle del Rift después del cataclismo que creó la sabana, tuvieron que esforzarse por caminar erguidos, apoyados solo en las extremidades inferiores, lo que facilitó, por falta de presión de las vértebras en la región occipital, el crecimiento del cerebro. Fue un proceso lento, de millones de años, pero sin la movilidad de esos antepasados nuestros no estaríamos aquí ahora ni nos creeríamos tan listos. Personas jóvenes, a menudo tribus enteras, necesitaban moverse para encontrar lugares mejores donde vivir. Durante millones de años fuimos nómadas. Luego aprendimos a domesticar los animales y a cultivar la tierra, nos volvimos sedentarios y nacieron las poblaciones estables. Desde entonces, el viaje se convirtió en algo reservado a comerciantes, peregrinos o sabios como Egeria (s. IV) —mujer hispana— y Benjamín de Tudela (s. XII). Más tarde, a partir del Renacimiento, pero sobre todo de la Ilustración, viajar se puso de moda entre los miembros jóvenes de las clases pudientes y educadas, cuyos progenitores consideraban el viaje a Francia y, sobre todo, a Italia como una parte imprescindible del proceso de formación de sus hijos. Entonces viajar sí era un placer. Solía hacerse por tierra y, de esa manera, los territorios comprendidos entre los puntos de partida y de llegada también se conocían, no como hoy, con los desplazamientos aéreos. A finales del siglo XVIII el trayecto comprendido entre Madrid y París en coche de caballos, por ejemplo, y para hacernos una idea, se hacía en más de un mes, sobre todo en otoño e invierno, cuando las inundaciones se llevaban los puentes y deterioraban los caminos. Se pasaba por Valladolid, Burgos, Vitoria, Irún, Bayona, Burdeos, Angulema, Poitiers, Tours y Orleans; este al menos fue el itinerario seguido por los duques de Osuna y sus hijos a comienzos de 1799. Si el viaje era en barco uno se enfrentaba a la inmensidad del océano y a las noches más estrelladas que puedan imaginarse, siempre en barcos de vela, silenciosos y limpios, y en travesías en las cuales el tiempo no parecía importar. En los siglos XVI y XVII habían comenzado a ponerse de moda los grabados de vistas de ciudades, proporcionando a los viajeros, y a los amantes del conocimiento, un instrumento visual muy valioso. Nació así un auxiliar, un complemento, del viaje, aunque también, en cierta forma, un sustituto. Si alguien quería conocer, por ejemplo, Osuna, ya no tenía que visitarla obligatoriamente: podía contemplar el dibujo de ella realizado por Hoefnagel, gradado por Hogenberg e incluido en el Civitatis orbis terrarum (Colonia, 1572-1617).
Desde entonces, y en un proceso acelerado en los últimos tiempos, viajar se ha convertido en una especie de obligación y en una muestra de estatus económico, una trampa más de la sociedad de consumo. No es igual de caro, desde luego, viajar a Papeeté que a Villanueva del Trabuco. Si uno no viaja, y mientras más lejos mejor, puede sentirse menos que los demás y sufrir el síndrome conocido en la cultura anglosajona —ellos han sido los primeros en describirlo— como FOMO (Fear of Missing Out), que traducimos como miedo a perderse algo. Este síndrome ha nacido gracias a las redes sociales y a la lucha por nuestra atención en la que se debaten las grandes tecnológicas. Titulares que incluyen las palabras «que no te puedes perder» son muy habituales. Pero… ¿cómo que no me lo puedo perder? ¿Quién y con qué intereses lo dice? ¡Pues claro que me lo puedo perder, es más, reivindico mi derecho a hacerlo! No seamos borregos.
Llevados por esas consignas publicitarias, todos quieren ir, por ejemplo, a ese acantilado desde el cual se contemplaban en silencio y en soledad unas vistas sobrecogedoras, lugar y sensaciones ya destruidos por la afluencia imparable de gente. Esta manía inducida de viajar ha sido potenciada por el fenómeno actual de los influencers, que dictan las modas. Siempre ha habido personas así. En la antigua Roma existió el escritor Petronio, conocido como el árbitro de la elegancia (elegantiae arbiter), o ya en el siglo XIX el célebre Beau Brummell, que creó con su voluntad, su riqueza y su afán de exhibirse la figura del dandi. Mark Twain, el conocido autor norteamericano, escribió una imprescindible Guía para viajeros inocentes (1867), donde, en referencia a una visita a Jerusalén, escribe: «Jamás imaginé que esas cosas pudieran estar tan llenas de gente como para hacer disminuir su interés. […] Nos atiborramos de lugares de interés hasta hartarnos, como si fueran caramelos. Desde el desayuno de hoy hemos visto lo suficiente como para poder reflexionar al respecto durante un año»; seguro que estos pensamientos, ya posibles a mediados del siglo XIX, les resultarán familiares. Más o menos por esos años, en 1835, el alemán Karl Baedeker creó la primera guía de viaje, señal de la popularidad que estaba alcanzando esta actividad. Llevamos, pues, casi dos siglos de viajes organizados, colectivos y multitudinarios a destinos de moda.
Necesitamos recapacitar. Tanto viajar está produciendo un deterioro progresivo de ciudades que antes fueron bellas y de visita gratificante. Quien visitó Sevilla, o París, o Florencia, o Venecia, hace cincuenta años y las visita ahora, solo puede entristecerse. La masificación está deteriorando y uniformando todos los destinos turísticos, haciendo desparecer las peculiaridades que los hacían atractivos, expulsando a los vecinos de toda la vida, dueños de costumbres singulares que acabarán diluidas en lo normativo, en lo fashionable, lo trendy, etiquetas que sirven de reclamo de las masas adictas al consumo. Y no solo eso. Tanto coger vuelos está ayudando extraordinariamente al aumento de la contaminación y al fenómeno, cada vez más preocupante, de las especies invasoras, sobre todo cuando se viaja a países muy lejanos. Estas especies pueden entrar en nuestro país en nuestro equipaje, incluso en las suelas de nuestros zapatos, y provocar un grave deterioro de los ecosistemas propios, únicos. Ahí tenemos, por ejemplo, la mariposa del boj (Cydalima perspectalis), que está acabando con nuestros antiguos y venerables bojedales. Por no hablar de los virus, exóticos para nuestras defensas, que los viajeros contraen en viajes a destinos tercermundistas, virus causantes de una incapacidad en personas jóvenes que a veces dura años.
No necesitamos viajar tanto. Sin salir de nuestra casa podemos usar el Google Maps, como los grabados antiguos, y hacernos a la idea de que caminamos por las calles de casi cualquier población del mundo. Ya sé que eso suena a viejuno, pero el tema de los viajes de supuesto placer se nos ha ido de las manos, ya no existen. Personas muy influyentes, y de gran penetración, como el danés Søren Kierkegaard, apenas salieron de su ciudad, y eso no les impidió llevar una vida plena y alcanzar una comprensión íntegra de la vida. Los mismos pastores de ganado, que pasan tanto tiempo en soledad y observando la naturaleza, aun no sabiendo leer llegan a conclusiones que sorprenderían a cualquier sabelotodo, y eso sin haber salido apenas del término municipal donde nacieron. Creo que hoy día, con los medios de conocimiento disponibles, no es necesario ir a Tokio o la India para nada, y más si uno no tiene aún la suerte de conocer Tetuán, Évora, Coímbra, Bocairent, Potes, Hervás, Sigüenza, Miravet, Nîmes, Avignon o Aix-en-Provence, todos destinos cercanos y muy interesantes. Mejor quédese en su casa, pasee, hable con los demás y, sobre todo, lea. No hay por qué aventurarse por esos fríos y masificados aeropuertos para conocer destinos que ya no existen, desvirtuados por el turismo de masivo. Y si viaja a un destino lejano, hágalo para una estancia larga en un país concreto, conozca a sus habitantes, sus costumbres, viva con ellos, aprenda la lengua, intégrese, que así el viaje sí será una fuente de conocimiento, su motivo original.
