Leyendo ahora
Calle Tía Mariquita

Calle Tía Mariquita

Elegantes y felices. Eso dijo. Parejas de jóvenes recién casados -traje y corbata para él; vestido blanco para ella-, sonriéndonos desde las fotos expuestas en la puerta de la tienda de fotografía. Justo al lado de La Bodeguita del Juani. Y tras recordar ambos el sabor de aquellas baguetes de pechuga de pavo y salsa rosa, me habló del calor que encontraba entre las manos de su madre. De niño odiaba llevar guantes, y las tardes de más fresco agarraba bien fuerte su mano mientras paseábamos por la Carrera. Camino de regreso a casa, ya anocheciendo, y al pasar por aquella corta calle, mi madre se paraba siempre ante las imágenes. A ésta la conozco desde niña. Este muchacho trabaja en una tienda, es hijo de fulanita. Mi padre esperaba un poco más abajo, dando golpecitos con la mano izquierda a su reloj, porque aún hay que cenar y mañana me toca madrugar. Y en medio de esta escena, con mis ojos de crío de seis o siete años, yo no podía dejar de mirar aquella felicidad resguardada del frío por tan sólo un fino cristal.    

Dos horas antes. Teléfono. Un mensaje. Ayer di el paso y quiero contártelo. Contesto diciendo que en la cafetería tal, en Lavapiés, frente al teatro. Descafeinado de sobre para él; zumo de naranja sin azúcar para mí. Tras un par de sorbos, poco antes de evocar las manos de su madre, me contó que el chaval no vive en Madrid, y que se conocieron en una fiesta de cumpleaños celebrada en el piso de una amiga en común. Nos presentaron. Bebimos. Fumamos un par de cigarros en la terraza. Cantamos Happy Birthday to You. Bebimos más. Ni él ni yo quisimos probar la tarta. Pasada media hora, decidimos irnos juntos de la celebración. Paseamos por La Latina, Plaza Mayor, Sol. Le dije que mi piso no queda muy lejos. Quince minutos andando. Tú sabes que nunca he llegado hasta el final con ningún chico. Pero ayer le pedí que se pusiera un condón y que, por favor, vamos paso a paso con mucho cuidado y respeto. Me besó. Le besé. Nos besamos. Cuando todo terminó, hablamos durante unos minutos, se quedó dormido, y me gustaba ver su cuerpo ahí, en la cama, a mi lado.  

Quince años después. Febrero del 2023. Instagram. En el video que acaban de enviarme aparece Lola Flores parando una actuación en directo porque acaba de perder un pendiente y pide al público que si alguien lo encuentra que se lo devuelva porque es de los buenos y mi trabajito me costó. Con la sonrisa aún en mi cara, recibo un nuevo mensaje. Una pregunta. Respondo diciendo que ayer mismo conocí la noticia del jugador de fútbol que expresa ante las cámaras su cansancio tras años ocultando su homosexualidad, y que no piensa seguir haciéndolo. Continuamos con más mensajes, y tras contarnos cómo nos va la vida -ni él ni yo residimos ya en Madrid-, me pide un favor. Quiero que escribas un artículo sobre este futbolista. Sobre los miles de hombres que en este país han vivido -y viven aún algunos- parte de su día a día entre sombras. Hombres y mujeres que, huyendo de esas sombras, marcharon con poco más de veinte años de sus respectivos pueblos para poder vivir. Escríbelo, dice, e inmediatamente me habla una vez más sobre las fotos de las parejas en aquella corta calle. Parejas todas compuestas por un hombre y una mujer. Todas. Traje y corbata para él; vestido blanco para ella. También rememora el calor que encontraba entre las manos de su madre. Antes de despedirnos, cojo un bolígrafo y mi libreta de notas y digo que sí, haré lo que me pides. Suelto el teléfono, y escribo el nombre de esa corta calle sabiendo que será el título de mi próximo artículo en El Pespunte. Esa corta calle grabada en la memoria y la piel de mi amigo. Esa corta calle que siempre aparece en nuestras conversaciones, y nunca mencionamos su nombre.

Lee también
Lee también

Álvaro Jiménez Angulo


Descubre más desde El Pespunte

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Descubre más desde El Pespunte

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo