Cajeros automáticos, y muy poca vergüenza

Para esta operación puede descargarse en su teléfono móvil una aplicación que le permite realizarla a usted mismo cuando desee, dice una joven desde la ventanilla a una persona de más de setenta años. O también puede efectuar la misma operación en el cajero automático, si así lo prefiere. La abuela mira a la joven con los ojos muy abiertos, sin comprender muy bien. Y no comprende porque, tras una espera de media hora, lo único que desea al llegar a la ventanilla de su banco de toda la vida, esa misma ventanilla donde Cristóbal le rellenaba el impreso mientras le preguntaba por la familia, lo único que desea, decimos, es cobrar su pensión, resolver unas dudas, o sacar algún dinero para invitar a su nieto esta tarde a merendar en la cafetería del barrio. Lo normal. Pero no. Desde hace tiempo no es así. Concretamente, día arriba día abajo, desde que ciertos señores que ocupan ciertos despachos enmoquetados dieron por hecho que todo cliente o clienta que quiera conocer el estado de sus cuentas, o resolver algún asunto de trámite bancario, sabe manejar teléfonos móviles, anda todo el día conectado a Internet, y está loquito o loquita por acceder a aplicaciones que permiten moverse con eficacia y rapidez por la banca cibernética. Por tanto, estas operaciones debe realizarlas el mismo cliente o clienta bien por Internet, o bien en un cajero automático.

¿Que se trata de una joven estudiante de Derecho?, descárguese la aplicación y siga las instrucciones. ¿Que se trata de un jubilado de más de sesenta?, pues lo mismo, o acuda al cajero que está ahí, en la entrada. Todo esto, en un país en el que gran parte de la población de más de sesenta años reside en pueblos donde la distancia a la oficina bancaria más próxima es de 10 kilómetros, y sin tener en cuenta (o sí lo tienen pero se la trae floja) que en algunos de estos pueblos apenas disponen de cobertura para teléfonos móviles. Y una vez finalizado el trabajo, pues se fumaron un puro, los señores.

Pero un abuelo dijo hasta aquí llegó la cosa. Se llama Carlos San Juan, tiene setenta y ocho años, y es valenciano. El señor San Juan cuenta que una mañana vio cómo un matrimonio se alejaba de un cajero con lágrimas en los ojos por no poder sacar su dinero, y pensó que esto tiene que cambiar, que esto no puede seguir así. Y se puso manos a la obra. Y tras denunciar en la plataforma Change.org las dificultades de las personas mayores para operar en los cajeros y en la banca on-line, ha recogido más de 334.000 firmas para que los bancos atiendan presencialmente, para que se atienda a las personas mayores sin trabas tecnológicas y con más paciencia. Con tal cantidad de firmas, la petición del señor San Juan se ha convertido en una de las más firmadas de dicha plataforma. <<Tengo casi 80 años y me entristece mucho ver que los bancos se han olvidado de las personas mayores como yo. Ahora casi todo es por internet y no todos nos entendemos con las máquinas. No nos merecemos esta exclusión. Por eso estoy pidiendo un trato más humano en las sucursales bancarias>>, explicó en una entrevista concedida al periódico Noticias de Álava el pasado 14 de enero de este 2022. En esa misma entrevista responde a la última pregunta con las siguientes palabras: <<Si eres mayor como yo, firma por los derechos de nuestra generación. Y si eres más joven, ponte en nuestro lugar y ayúdanos también. No olvides que algún día tú también tendrás mi edad. >>

Muchas personas defienden este tinglado de hacerlo todo a través del teléfono móvil  argumentando que los tiempos cambian, que hay que ir dejando paso a lo nuevo. Que si la eficacia, que si la comodidad, que si la rapidez, que si debemos abrirnos al futuro. Y ahora, con esto de no arrejuntarnos en sitios cerrados, pues con más motivo, dicen (aunque bien que se les olvida estas precauciones cuando están de copas un viernes o sábado por la noche). Y tendrán razón con lo del futuro, pero me da igual. Porque lo que sí está ocurriendo aquí y ahora, en el presente, es que miles de abuelos y abuelas se ven incapaces de resolver sus problemas y dudas ante la pantalla de un cajero automático, o ante un teléfono móvil, intentando seguir unas endiabladas instrucciones que no entienden, y descifrando unos puñeteros códigos que ni conocen ni comprenden. Ancianos y ancianas que para resolver cualquier asunto en su banco se ven obligados cada primero o cada final de mes a pedir ayuda a familiares jóvenes, y eso los que cuentan con familia. Jubilados y jubiladas que, antes de salir tras ser atendidos por la señorita, cabizbajos, humillados, echan un último vistazo al cartel donde anuncian con cínico y embustero mensaje que ya está disponible la nueva aplicación digital para facilitar la vida de todos los clientes y clientas. Otro puro.

Como dice el señor San Juan, no debemos olvidar que algunos y algunas llegarán a los setenta y ocho. No todos ni todas, eso tampoco debemos olvidarlo, pero alguno y alguna lo hará. Para entonces el mundo habrá cambiado, y las cosas se harán con nuevas herramientas y por otros medios. Pero puede que aún esté atendiendo en la ventanilla una joven –o un joven– para indicar al cliente o clienta debe usted descargarse esta cosa y lo otra y acceder aquí y salir por allá y… entonces, el cliente o clienta, tras más de media hora de espera y con los ojos muy abiertos y sin comprender muy bien, mirará a su alrededor. Mirará buscando entre los allí presentes un rostro humano. Un rostro que se parezca un poco, al menos un poco, a aquel amigo de su abuelo que preguntaba siempre por la familia.

Álvaro Jiménez Angulo      

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