Beneficios de saludar

El saludo ha sido siempre una muestra más de jerarquía y sumisión. Mientras más alto era el estatus del individuo, menos saludaba y más saludos recibía. No es que el más encumbrado no saludase a nadie, es que nunca salía de él saludar primero, aunque luego acostumbrara a devolver el saludo, por lo general de forma más contenida. En la época en la que todo el mundo llevaba la cabeza cubierta, los hombres poseían un sistema de saludar perfectamente codificado, basado en el movimiento que se realizaba con la gorra, la boina o el sombrero. Desde rozar su visera con los dedos pulgar e índice de la mano derecha hasta quitárselo completamente y realizar una inclinación de cabeza —en los siglos xvii y xviii se llegaba a profundas reverencias—, había toda una gradación en la consideración que el saludador guardaba al saludado. No es este el saludo del que deseo escribir hoy, sino del saludo entre iguales, pues todos en el fondo lo somos, que esa persona que tanto poder tiene va a acabar en el mismo sitio que los demás, en el hoyo, como canta el jerezano Tomasito.
Cuando alguien nos grita desde la otra acera ¡Salud y buenos libros! podemos pensar muchas cosas. Una vez descartadas las relacionadas con lo poco convencional del saludo, podemos relacionarlo con el conocido ¡Salud y libertad! anarquista, con el Salut! francés o con el Salve latino. Todos remiten a la raíz indoeuropea sol-, que significa entero. De ella provienen los sustantivos latinos salus y salvus, pasos intermedios hasta llegar a nuestros verbos saludar y salvar y a nuestros sustantivos saludo, salud, salvo, salva (de honor), etc. Así, cuando saludamos a alguien no solo estamos poniendo en claro que lo hemos visto y lo tenemos en cuenta, que sabemos de su existencia, sino que además le deseamos salud. Esto es importante. Entrar en cualquier lugar y no saludar a las personas que allí se encuentran es una muestra clara de educación defectuosa, pero, sobre todo, de desprecio.
Ahora los tiempos son otros, aunque sigue habiendo personas invisibles. Sobre todo en las grandes ciudades. Podría hacerse un estudio de la correlación existente entre el aislamiento de las personas y el tamaño de la ciudad donde viven. La razón parece clara. Miedo. El temor es producto de nuestro instinto de conservación, es algo natural, pero a veces lo llevamos a límites insanos. En un espacio en el que la gran mayoría de las personas nos resultan completamente desconocidas intentamos tener con ellas el menor contacto posible. Pueden contagiarnos, robarnos, agredirnos o cualquier otro elemento del catálogo de amenazas que los medios de comunicación se encargan de recordarnos a diario, como si solo ocurrieran cosas malas. Pero uno observa a los demás, y a menudo, sobre todo por las mañanas, descubre miradas necesitadas de comunicación. Y aunque pueda parecer inocente me inclino a saludar y les mando a esos solitarios desconocidos unos buenos días que les saben a gloria y me devuelven con alegría. Somos sociales por naturaleza y la comunicación entre nosotros es saludable (también de salus). Comunicación física, no virtual. Todos estos dispositivos tecnológicos con los que nos engatusan a diario y nos prometen una vida más fácil nos alejan de nuestra esencia, de nuestros comportamientos benéficos. Caminar por la calle con los ojos fijos en una pantalla o los oídos ocupados con unos auriculares nos impide interactuar con los demás, nos aísla, nos convierte en individuos aún más solos de lo que ya estamos. El andén de una estación de metro de una gran ciudad es una de las muestras más claras de ese alejamiento progresivo entre las personas y de los comportamientos naturales, una soledad acompañada que amenaza con transformar la vida en algo muy poco atractivo.
Conviene interactuar con los demás. El Otro está ahí, a su lado, esperando.
Leonard Cohen saluda durante una actuación en 2012 (AFP PHOTO/NICOLA).
Víctor Espuny.