Banderas al viento

 

Ahora que mi pulso vuelve a la normalidad, me dispongo a escribir.

Pues eso. Que pico billete y tomo asiento al fondo del bus, reconfortado en la tranquilidad que otorga el trabajo bien hecho y finalizado, después de pasar el día entre textos dramáticos buscando, en cada uno de ellos, sus principales sucesos y concretar sus correspondientes tareas y acciones. Ahora me toca a mí, me digo. Me acomodo en el asiento y respiro, disfrutando de uno de esos momentos en los que nada depende de ti, en los que te dejas en otras manos y el mundo, con sus sindicatos y sus ierrepeefes, sus independencias y sus tapervueres, sus Pesoes y sus Pepés, se quedan ahí, al otro lado de la ventanilla, y no pasa nada. Estoy así, tal cual, tranquilo y razonablemente feliz, dejando caer mis párpados para recrearme en los contornos de una morena de ojos negros —porque así son las morenas como Dios manda— cuando unas voces y risotadas me sacan de mi ensimismamiento. Pardiez.

Abro los ojos, maldiciendo al copón de bullas. Me incorporo en el asiento y cruzo las piernas. Tres tipos se sientan justo al otro lado del bus. Los de las risotadas, me digo, ya que no ha entrado nadie más y como pasajeros tan sólo estamos dos señoras, un joven estudiante y los tres jambos que acaban de entrar. Pirirí, pirirí. Ya estamos. Comienza el concierto. Porque aquí éstos andan con el Blackberry ese que se maneja refregando los dedos por la pantalla y en donde se ve todo a la última definición y tiene para chatear con las marcianas que estén en Plutón, o para ver el careto del último veinteañero que se tira en estos días la Madonna. O sea. Y pirirí, pirirí. El móvil tiene todo lo último, como digo, pero mira qué lástima que no tiene silenciador, ¿verdad?, me entran ganas de preguntarles a los hermanos Dalton. Tres paradas más y no sólo siguen con su concierto, sino que se ponen más cómodos. Pues eso, que se acomodan y para estar más cómodo el más largo de los tres estira las piernas colocando los pies en el asiento de enfrente. Y ya que estamos bien cómodo, pues unas cervezas. Os lo juro, como si estuvieran en el parque del Ejido. Se sacan unas cervezas de una de las mochilas y así, como si nada, las abren y comienzan a beber. Verás tú, me digo, a que me piden un cigarro con tanta comodidad. Pero no, siguen a su rollo. Estos no son del Fortuna o el Lucky. Por las pintas los veo más bien de chicos de pollo, pasta y verdura. Son de un sano que te rilas, los majos. Pirirí, pirirí.

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Pero lo mejor de todo, el tuétano del asunto, es cuando cambian la melodía y en lugar de sonar el pirirí pirirí, suena un chunda chunda parecido al que llevan esos imbéciles en sus coches con las ventanillas bajadas y sonando a toda leche. Uno de ellos descuelga y ya quisiera el Pablo Neruda. El tipo pone una voz melodiosa, tranquila, segura, y le dice a la persona al otro lado de la línea que sí, que me gustaría volverte a ver, que para mí también fue algo especial, maravilloso, único, jamás he sentido nada igual, y no se te ocurra cortarte el pelo, que así estás muy guapa, que ya hablamos y nos tomamos algo, que no, que para mí no es sólo eso, que hay mucho más, etcétera. Y mientras dura el etcétera los otros dos se miran y se ríen, juas, juas, mira aquí como se lo monta éste, y qué calladito se lo tenía, sin decirle nada a los amigos, y a eso que cuelga y ya puedes ir contándonoslo todo, detalle a detalle, y el amigo, porque para eso están los amigos, lo cuenta todo detalle a detalle, con pelos y señales, sobre todo con lo primero, y los colegas que no se lo creen, y el otro que sí, que al principio la piba estaba un poco recelosa pero que al final se dejó hacer, y que por aquí y que por allí y que por el otro lado, y los colegas que se parten de la risa, juas, juas, y el prota que no cabe en la camisa de ancho.

Última parada, anuncia el conductor. Aún quedan dos para llegar al centro, le comenta la señora. Las manifestaciones, responde mientras las puertas se abren dejando entrar los primeros fríos de las noches de otoño. Recojo la mochila y me pongo en pie, mientras observo cómo los tres colegas se colocan unas chapas en las chaquetas. Uno de ellos saca una bandera de una bolsa de deporte y se la echa al hombro. Dejo paso a los dos primeros y quedo frente al tercero. Termina su cerveza y, al igual que sus colegas, deja la lata vacía en los asientos del bus. Por un momento, nuestras miradas se cruzan. Suena mi móvil. Pirirí. Le dejo paso y salgo tras él. A pocos metros la plaza está a reventar de gente. Abro el Whastsapp y leo: Álvaro!!! Q tal? Espero un artículo tuyo. Q hay ganas de leerte!!! Je je. Miro hacia la plaza y veo a los tres colegas perderse entre la gente, con su bandera tricolor ondeando al viento. Quizás mañana lo escriba y te lo mande, Fernández. Esta noche me tiembla el pulso.

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