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Aulas

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Cuando era estudiante de filología, allá por los años ochenta, iba a clase a la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, edificio de inacabables pasillos con capacidad para albergar tres facultades universitarias. Allí, subiendo y bajando escaleras monumentales y abriendo y cerrando pesadas puertas, pasé años maravillosos, de aprendizaje continuo. Por derecho no aparecí nunca: las clases estaban masificadas y no solía llevar la ropa adecuada. Prefería alternar las de filología con las de historia, aunque a estas asistía de contrabando, como oyente no identificado, posibilidad cierta en aulas tan grandes. Aún sigo con la costumbre de entrar en clases ajenas, un vicio extraño. Hasta poco antes de la pandemia, los días que estaba en Sevilla, y tenía tiempo, me colaba en las aulas más propicias de la Fábrica de Tabacos, como la magna de filología, un hemiciclo escalonado accesible también mediante puertas traseras bien disimuladas. Con las canas que ya peino debía parecer el padre inquisidor de algún alumno pero me daba igual. Sentado en lo alto y a la izquierda del hemiciclo, en el ala de los-disidentes-abajo-firmantes, asistía feliz a las clases, sintiendo que aún no había finalizado mi etapa de formación (de hecho no lo hará nunca). Durante 2020, y lo que va de 2021, las clases han sido frías, el profesor y los compañeros reducidos a caras en una pantalla, cabezas, como mucho torsos suspendidos en el aire, cuerpos privados de piernas y estatura que a veces quedan congelados y mudos, perdidos en el espacio.

En los años ochenta solo existían la palabra y el cara a cara real. En filología tuve el placer de aprender gramática histórica junto al ursaonense Rafael Cano Aguilar, hombre alto, de ojos claros y tesón germánico, que impartía clases dignas de públicos más atentos. Su obra El español a través de los tiempos fue nuestra biblia indiscutible. Cano Aguilar es desde 2004 académico correspondiente de la Real Academia Española por Andalucía, dato que desconocía antes de la preparación de este artículo y me parece de lo más esperable y merecido. Otro de los profesores ursaonenses, profesora en este caso, de aquellos años fue Trinidad Barrera López. Especialista en la obra del novelista y cuentista argentino Adolfo Bioy Casares, gracias a ella descubrimos ficciones imprescindibles para el desarrollo de la imaginación literaria, algunas ciertamente inolvidables, como La invención de Morel. Bioy —sportman, elegante, de economía desahogada— fue amigo del gran Jorge Luis Borges y marido de Silvina Ocampo, hermana de Victoria, todos dueños de biografías apasionantes. La profesora Barrera López, junto a la sevillana Gema Areta Marigó —lectora entusiasta, siempre con un libro abierto en el regazo—, tuvo a bien introducirnos en el inabarcable mundo de la literatura hispanoamericana, al que los lectores debemos tantos ratos de placer. La nómina de profesores ursaonenses de filología de aquella época en Sevilla se completa con José María Barrera López. José María, como Rafael de Cózar —fallecido en 2014 al intentar salvar su biblioteca y su archivo de un incendio, Rafael, tan carismático, tan vital, con su moto negra, su chupa de cuero y su barba austrohúngara—, nos deleitaba con entretenidas disertaciones sobre autores españoles de vanguardia. A Barrera debemos la recuperación de la figura y la obra del poeta Pedro Garfias, de biografía tan relacionada con Écija y Osuna, y de otros muchos autores merecedores de la atención del público lector. Hace unas semanas me refería a la edición que Barrera está llevando a cabo de la obra íntegra de Antonio Pedro Rodríguez-Buzón, y esta semana quiero mencionar su trabajo, recién publicado por la Diputación de Huelva, sobre Alfredo Blanco Blázquez (1882-1920), poeta y periodista sevillano afincado en la capital onubense. Se titula Obra poética. José María Barrera sigue, de esta manera, recuperando autores de mérito injustamente olvidados.

Precisamente en el aula magna de la facultad de filología de la que hablaba antes asistí a una charla del novelista Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999). De baja estatura, pelo abundante peinado con flequillo y gruesas gafas de lector incansable, llegado un punto de la conferencia guardó silencio y se nos quedó mirando muy serio. Aquello impresionaba. Los asistentes éramos solo diez o doce que habíamos elegido estar allí a pesar de la barrilada que tenía lugar en los jardines de la facultad y cuyos ecos llegaban apagados hasta nosotros. Ese día tocaba un grupo de rock llamado La bruja Piruja y sus granujas recién llegados de Andújar, tiempos aquellos en los que la extensión del nombre de los grupos solía ser inversamente proporcional a la calidad de su música; de hecho, después de llamarse durante un tiempo La bruja Piruja y sus granujas, y luego La bruja Piruja, acabó llamándose La bruja y fue cuando mejor sonó. Siempre pícaro, Torrente Ballester, quizá fastidiado por tener que dar una conferencia en Sevilla y en un día espléndido, o quizá añorando, a sus ochenta años, la juventud que veía en nosotros, nos animó a ir menos a clase y a frecuentar más los bares y sus barras, pues el verdadero conocimiento, según él, se encuentra en todos lados y en ningún sitio. Aunque el hombre nos hizo pensar, permanecimos en nuestros asientos: barriladas había muchas pero escritores de su calidad nos visitaban poco. Recuerdo también conferencias de Octavio Paz, José Saramago, José María Vaz de Soto, Fernando Quiñones, Augusto Monterroso, Antonio Domínguez Ortiz y Agustín García Calvo, o las clases del lingüista Ángel Yanguas, la primera persona a la que oímos hablar de Noam Chomsky.

Han pasado cuarenta años y la ilusión sigue intacta. A ver si pasa ya la pandemia y recuperamos las aulas, que queda mucho por aprender y la enseñanza online tiene demasiados inconvenientes.

 

Imagen: Salida de cigarreras de la Real Fábrica de Tabacos (eldiariodetriana.es).

 

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Víctor Espuny 

 

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