Atardecer en la Alameda

Agoniza el estío. Pero hace todavía calor de estío. El sol se esconde por el oeste, tras la espadaña del convento de La Concepción. El repiqueteo del piar de los pájaros resuena en el aire cálido como el agua resuena sobre el asfalto cuando llueve, incesante. Cientos y cientos de pájaros buscando acomodo entre las ramas para pasar la noche. Gorriones, sobre todo. Se ven también algunos pájaros de plumaje completamente negro. Pequeños cantos rodados apretados entre sí como el piar de los pájaros, losas irregulares y losetas blancas, el suelo. Bancos de ladrillo visto, asientos de piedra color crudo y respaldos de hierro forjado. Mamás jóvenes sentadas en los bancos, con bebés en los brazos. Y niños pequeños de pie sobre los bancos, vigilados por sus madres, agarrados a los respaldos. Mamás hablando entre sí. Niños corriendo y jugando. Mamás paseando con cochecitos de niño. Hay un concierto de voces humanas casi presentido, desdibujado, amortiguado por el salvaje concierto de los pájaros. No corre aire. Pero el aire es cálido. Naranjos de naranjas amargas en los alcorques. Y otros árboles mucho más grandes. Bajo esos grandes árboles, el suelo, los bancos y los techos de los coches aparcados están sembrados de pequeñas heces. Pían los pájaros. Un piar que lo envuelve todo. Una mágica y sorprendente sinfonía natural. Alameda. Fachadas de sillar dorado.  Fachadas blancas. Arcos, balcones, ventanas, tejados. Palomas en los salientes y tejados. Están abiertas las puertas de “la Plaza”, del mercado de abastos. Comercios, bares, chucherías, helados,… Calles, callejuelas, callejas. El viejo y sempiterno casino a un lado. En el centro, la fuente, derramando unos tímidos chorros de agua. Cruza algún perro pequeño de un lado hacia otro lado.

La tarde, lentamente, se ha ido apagando. Las farolas han  abierto sus soles amarillentos. Una en cada esquina de la plaza. Cinco, diez, quince, veinte soles intensos, de un amarillo espeso. Clásicas farolas de hierro negro y cristal sobre columnas de piedra labradas. Destacan los arcos del Ayuntamiento, artísticamente iluminados. Se ha levantado una brisa fresca. Luego, sobre las nueve y media, se durmieron los gorriones y comenzaron a retirarse comedidamente, como en una obra ensayada, las madres con sus niños.

Y luego, más tarde, todo quedó desierto, en silencio e iluminado.

Antonio G. Ojeda

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