Aquellas cartas

 

Cuando era un jovenzuelo de apenas quince años, hace de eso más tiempo del que quisiera, tenía la costumbre de escribir cartas. Podían ser amorosas, amistosas o familiares, pero todas estaban escritas con la letra redondita y discontinua que tenía yo entonces y, además, llenas de dudas sobre el estilo y la ortografía, inseguridades, por cierto, que todavía tengo cuando escribo y me obligan a consultar el diccionario continuamente. Eso sí, estaban escritas de mi puño y letra, no de mi teclado y letra de un tal Times New Roman o un tal Courier New, igualita, por cierto, a la letra de cientos de millones de personas. Aquellas sí eran cartas personales y fáciles de personalizar, no las de ahora. Además, si el amigo, o la amiga, a la que iba dirigida vivía con adultos inquisidores y poco respetuosos con su intimidad, aquellos que leían todas las cartas que llegaban a su casa, quedaba el recurso de escribir los párrafos más comprometedores con el zumo de cierta fruta, una “tinta” invisible en apariencia que se visualizaba con métodos que no voy a desvelar. Lo más curioso del caso es que las cartas, hasta hace unos años y a grandes rasgos, se han venido escribiendo de esa manera —como las escribía cuando era un chaval— desde hace miles de años. Obviamente, si uno se remonta en el tiempo aún mas décadas de las que tengo, que apenas son cinco, se encuentra con que la escritura en general, y de cartas en particular, era un arte que practicaba poca gente, pues poca era la que sabía escribir. Hace pocos días leía en no me acuerdo qué dominical un artículo sobre los escribientes de cartas e instancias que aún quedan en algunos países islámicos, personas que aprendieron a escribir cuando eran pequeñas y hoy día se ganan la vida escribiendo por los que no saben o no pueden hacerlo. Cuando hice la mili, a principios de las ochenta, en mi compañía había un santanderino que se ganaba unas cervezas extras de esa manera, escribiendo cartas, en este caso amorosas, a la manera de un Cyrano de nuestra época. Ese oficio, el de escribiente, aún queda en muchos países subdesarrollados, pues una sociedad donde una parte importante de su población es analfabeta está aún por desarrollar; creo que en eso estaremos todos de acuerdo.

La nuestra, que parece estar alfabetizada, es, según ese razonamiento, una sociedad desarrollada. Una sociedad desarrollada que, sobre todo, escribe. Y lo hace sin parar, incluso andando por la calle. Escribe mensajes de texto (SMS) en los móviles, escribe mensajes a través de WhatsApp, de Twitter, de Facebook o de cualquiera de las redes sociales y de comunicación que existen. Escribe también e-mails, lo más parecido a las cartas tal como han sido éstas desde el principio de los tiempos. Según veo en el archivo de mi correo electrónico, en los últimos diez años he recibido y contestado más de dos mil cartas, sin incluir en este número, por supuesto, aquellas que forman parte de envíos masivos, a muchas direcciones al mismo tiempo, con copia oculta o sin ella, que en el noventa y nueve por ciento de los casos sólo sirven para hacernos perder el tiempo. Tampoco incluyo las cartas de propaganda o aquellas generadas por sistemas informáticos de manera más o menos automática.

El día que este servidor de ustedes quede imposibilitado para comunicarse, el día que se muera, ese archivo de cartas se perderá. A no ser que tenga la previsión de imprimirlas o de dejar escrito en cualquier parte la clave de mi correo, o que alguien con los suficientes conocimientos informáticos consiga acceder a ese archivo de cartas, estas desaparecerán de la faz de la tierra. Será una pérdida, sobre todos para mis allegados, pero algo insignificante para el mundo de la cultura, para el cual, salvó a nivel local, el que les escribe no ha existido nunca. Olvídense pues, desde ya y gracias a la revolución tecnológica, de aquellos hallazgos de cartas en el desván —quizá de una tía bisabuela que leía a Bécquer y se dejó seducir por las románticas palabras de un pollo conquistador, o de un tío bisabuelo que se fue a hacer las Américas dejando aquí a la mujer y los niños—; olvídense de esos papeles amarillentos, y a veces quebradizos, que uno lee con devoción y emoción contenida, con poca luz y en una postura inverosímil, mientras la tarde cae sobre el valle. Este romanticismo, ese calor que traían las cartas, esa evidencia del estado de ánimo del que escribía, que se deducía a veces de la inclinación de las líneas, o del borrón que había dejado una lágrima cerca de uno de los márgenes, se ha perdido. Y lo ha hecho para siempre.

Esta circunstancia, la pérdida física de la correspondencia, no ha sido, hasta ahora, el caso de la perteneciente a muchos de los grandes escritores, intelectuales y hombres de ciencia. Hace unos meses se ha publicado el segundo volumen de la correspondencia personal de Juan Ramón Jiménez, más de quinientas cartas intercambiadas por el poeta de Moguer entre 1916 y 1936 con personalidades españolas de la talla de García Lorca, Joaquín Sorolla, Ortega y Gasset, Cernuda, etc. De Hermann Hesse se cuenta que, después de haberle sido entregado el Nobel, recibía tal aluvión de cartas, sobre todo de jóvenes escritores alemanes pidiéndole orientación, que escribía más de ciento cincuenta páginas diarias de correspondencia. Se ha conservado también el epistolario de Freud, de conocimiento imprescindible para poder reconstruir la historia del sicoanálisis. Atesoramos, y podemos leer, cartas de Rodríguez Marín gracias a las ediciones del “Padre Juanito” y del profesor José Manuel Ramírez Olid, correspondencia cuya lectura permite evocar la vida de nuestro ilustre cervantista. Sería imposible reconstruir el día a día de la casa nobiliaria más importante de España a comienzos del XIX, la de Osuna, si no se conservase la abundante correspondencia que mantuvo la condesa-duquesa de Benavente a lo largo de toda se vida, cartas sin las cuales tampoco hubiera sido posible la publicación de Capricho, la última novela de Almudena de Arteaga, de lectura obligada para cualquier amante de nuestra historia local. Nuestro paisano Francisco Luis Díaz Torrejón publicó en 2003 las cartas que entre 1808 y 1810 escribió José Bonaparte al conde de Cabarrús, su ministro de Hacienda. La lista de epistolarios de interés publicados sería inacabable, Sin olvidar, por supuesto, las novelas o ensayos llamados epistolares, que tanto proliferaron en los siglos XVIII, XIX e incluso XX: Cartas persas, Cartas marruecas, Las amistades peligrosas, Drácula, Frankenstein, Pepita Jiménez, Cartas a ursaonenses que ya no viven, etc.

Está claro que la cultura está en crisis, que sus formas de expresión y comunicación están cambiando a un ritmo cada vez mayor, que muchos de los hábitos y los medios de comunicación que practicábamos han desaparecido para siempre, y que esos cambios, la mayoría positivos, nos plantean unos retos, en este caso el de la conservación de la correspondencia, que no podemos dejar de afrontar. Quizá por eso, no puedo evitar mirar hacia atrás y recordar con nostalgia aquellos años en los que mandar una carta era algo mucho más elaborado, cálido y humano que teclear en una máquina y hacer clic con el ratón. La escritura y el envío de la carta formaban parte de un ceremonial que uno practicaba con auténtica veneración, actos que uno valoraba, y que se prestaban a todo tipo de novelerías y encuentros casuales. Hoy día basta con un clic para que la carta haya llegado a su destino, aunque éste sea Papeete; el envío lo haces sin moverte de tu casa y la carta llega en cuestión de segundos. Hace treinta años era muy distinto. Una vez escrita la carta, salías a la calle e ibas caminando con tu escrito celosamente guardado en el bolsillo. Entrabas en el estanco. Comprabas el sobre. El dependiente procedía a pesar el sobre con tu carta dentro mientras tú rezabas para que el peso del envío no sobrepasase el peso normal, porque de ser así te costaba más el franqueo. Una vez franqueada la carta, te encaminabas a correos o al buzón más cercano. Llegabas, te situabas ante el orificio rectangular por el que tenías que arrojar la carta y, antes de hacerlo y de que desapareciese definitivamente de tu vista, la mirabas de nuevo, comprobabas la dirección y el remite una vez más, le deseabas buen viaje y la veías desaparecer de tu vista para siempre. De camino a tu casa, y durante los dos o tres días siguientes, podías entretenerte en imaginar el viaje que la carta estaba haciendo, las manos por las que estaba pasando y los vehículos en los que estaba siendo transportada hasta llegar a manos de la persona a la que iba dirigida. Por cierto, muy pocas cartas se perdían: sólo aquellas que no enviabas. ¿Te acuerdas? Pero esa es otra historia.

Confiemos en que los Juan Ramón Jiménez y los Freud del mañana, que seguro que andan ya por este mundo, sean previsores en relación a la conservación de su correspondencia, y en el futuro podamos disfrutar de ella. Si no lo son y nadie lo remedia, la civilización actual, tan tecnificada y “adelantada”, está abocada a la pérdida de una de las principales fuentes de conocimiento de la vida y la obra de las personas que crean la cultura, una faceta de la actividad humana que, según ha demostrado la Historia, resulta vital para nuestra existencia.

View Comments (0)

Leave a Reply

Your email address will not be published.

Clic hacia arriba