
A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.
Decía el bueno de Gustavo Bueno que no se fiaba de los que confían tanto en el pueblo. Y tenía razones. A lo Julio Anguita, sostenía que, si hay gobernantes corruptos, es porque hay un pueblo que vota a ladrones. Así, sin paños calientes. La responsabilidad no está solo en los despachos; se gesta, sobre todo, en las urnas, en las bases de los partidos, en los sindicatos, en las asociaciones, en los colegios profesionales… en definitiva, en todos esos agentes sociales y voces autorizadas que conforman el entramado de una sociedad. Porque una democracia no se degrada solo por quienes mandan, sino sobre todo por quienes consienten.
Durante años se ha repetido como un mantra que el pueblo español es más honesto, más sabio, más maduro que sus gobernantes. Y sí, puede que sea un sentir general. Pero quizá ya va siendo hora de cuestionar esa percepción. O de desecharla directamente.
Llevamos décadas señalando la corrupción como un mal exclusivo de las élites. Que si los partidos, que si los ministros, que si los “de arriba”. Pero como advertía Gustavo Bueno en una entrevista en El Cultural allá por 2002: “¿Quién elige a los políticos? Los elige el pueblo. Y si el pueblo elige a corruptos, eso dice mucho del propio pueblo”. Más claro todavía: “No hay democracia que no esté podrida si el pueblo que la sustenta está podrido también”.
Puede parecer una visión extrema porque, en definitiva, la mayoría piensa que no podemos hacer nada para cambiar esta realidad. Pero ese pensamiento no es veraz, es cómodo. Ortega y Gasset lo dejó dicho en La rebelión de las masas: el hombre-masa no busca la verdad ni la excelencia, busca comodidad. Y dentro de esa comodidad entra también mirar hacia otro lado mientras su partido roba, siempre que él sienta que forma parte del botín. Se vota por costumbre, por miedo o por odio. “Al mío, aunque robe”. Con tal de que el “otro” no gane.
Esta forma de pensamiento en bloque —yo con los míos, pase lo que pase— es, como decía Anguita, la máxima expresión del ser apolítico. Se confunde militancia con obediencia. Como advertía C. S. Lewis en Cartas del diablo a su sobrino, la gran victoria del diablo es convencer al mundo de que no existe. Y del mismo modo, la gran victoria de la dictadura es convencernos de que ser hooligans con carné de partido es hacer política. Cuando en realidad, es dejar de hacerla.
Porque la corrupción no empieza con el sobre en B ni con las cuentas en Suiza. Empieza cuando un ciudadano justifica lo injustificable, se traga la mentira con gusto o se refugia en el “todos son iguales” mientras sigue premiando en las urnas la más pura sinvergonzonería. Como insistía Anguita: “Cada vez que votes sin pensar, sin leer un programa, sin exigir coherencia, estás dando carta blanca a la mentira”.
Y si eso es así, ¿qué tipo de democracia tenemos? ¿Una real, donde los ciudadanos ejercen su responsabilidad? ¿O una de cartón piedra, sostenida por sentimientos tribales, por el ruido de los medios, por las redes sociales convertidas en jaulas de grillos y por una educación cívica que hace aguas por todas partes?
Alfonso Guerra, en La Vanguardia (2023), lo resumía sin rodeos: “Los partidos ya no forman ni educan políticamente a nadie; solo reparten poder y puestos”. Y añadía, no sin razón: “La democracia se debilita cuando el ciudadano deja de pensar y solo siente”. Pues bien, aquí estamos.
Y no estamos tan lejos del diagnóstico que hizo Theodor Adorno en su Teoría crítica: una sociedad que deja de pensar, aunque sea libre formalmente, camina hacia el autoritarismo sin necesidad de golpes de Estado. Basta con que el pensamiento autónomo se apague y se sustituya por consignas.
Esto no es un alegato contra el pueblo. Es una llamada desesperada a la responsabilidad. Una democracia real no necesita ciudadanos perfectos, pero sí ciudadanos responsables. No hace falta ser un sabio griego, basta con no ser un idiota cívico. Como escribió Platón en La República: “El precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres”. Y a lo mejor ya no estamos pagando ese precio. A lo peor, llevamos décadas hipotecados.
