Amor


Vengo andando hacia aquí y, al torcer una esquina, me encuentro con varios coches de policía aparcados en una calle y un número considerable de personas mirando. Aunque está en el centro de la población, la calle es peatonal y se puede permanecer en ella sin que el tráfico moleste demasiado. Me detengo y observo. Ante la puerta de un bloque de pisos antiguo, de cuatro alturas, un policía habla con un muchacho que lleva un ramo de flores en la mano. No sé de qué hablan porque no alcanzo a oírlos. Enfrente del bloque de pisos hay una tienda y en la puerta una mujer con aspecto de ser la dueña del comercio o una empleada de mucha confianza. Le pregunto. «Nada, que hemos tenido que llamar a la policía porque en el portal de ese edificio había uno pegándole a una mujer pero bien, fuerte. Desde aquí se oían los gritos». Durante unos instantes me quedo aturdido, como si hubiera sufrido un cortocircuito. Pegándole bien... ¿Hasta qué punto tiene alguien que sufrir una agresión para que se llame a la policía? ¿Tengo que entender que si le estuviera pegando más suave nadie la habría llamado? El significado en este contexto de la palabra bien le deja a uno triste, pero la lengua es así, exacta, un mecanismo perfecto, frío, y en el diccionario la palabra bien como adverbio posee una acepción que significa mucho.
No sé quién es el muchacho de las flores, qué relación tiene con la mujer agredida, o con el agresor. Quizá ninguna, o quizá toda la imaginable. Hay varios policías en el interior del inmueble intentando localizar al maltratador, que no parece dispuesto a entregarse. Los espectadores guardan silencio y tratan de identificar los sonidos provenientes del edificio, que tiene muchos de sus balcones abiertos. La mujer de la tienda se apoya en el quicio de la puerta y fuma en una actitud que puede parecer equívoca. Hay mucho de morboso, de puramente animal, en esa costumbre de pararse en la calle a contemplar las desgracias ajenas, que a menudo constituyen una diversión más. No tengo ganas de esperar para ver el desenlace del suceso y me voy. Por el camino voy pensando en los usos de la palabra bien y en cómo el machismo puede ser sostenido por todos nosotros. ¿Habría avisado esta mujer a la policía si el hombre «sólo» le hubiera dado a la muchacha una bofetada?
El problema está ahí, quizá a la vuelta de la esquina. Existen hombres capaces de agredir a las mujeres. Esos hombres poseen graves carencias culturales y educativas, así como importantes desarreglos psicológicos. La mayoría es reincidente. Nadie en su sano juicio le pega a alguien a quien dice querer. ¿Cómo puede una pareja dejar que su convivencia se deteriore hasta el punto de llegar a la agresión física? Por otro lado —no podemos olvidarlo—, hay una mayoría silenciosa de hombres que respeta a su pareja y no es noticia, nadie habla de ellos. Estos tienen la testosterona al mismo nivel que los agresores, el problema no es ese.
Se trata de educar, sobre todo en casa. De poco sirve que los profesores se esfuercen en crear un ambiente de respeto e igualdad en los colegios si en casa el niño presencia escenas entre los padres en las que uno maltrata al otro, a veces maltrato psicológico, más sutil. Los niños se forman principalmente en el hogar y el comportamiento de los adultos cercanos les va a servir de ejemplo y orientación. Si estos son personas cálidas y respetuosas van a enseñar, sin proponérselo, las principales herramientas de la buena convivencia.
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Víctor Espuny.

CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.