Amigos y paces

Pues nada. Que estoy sentado en uno de los bancos de la plaza situada justo debajo del piso en el que resido en Madrid, pensando que bueno, que tampoco pasa nada por estar en la capital del reino un miércoles santo con un libro de Valle-Inclán en la manos —“Tirano Banderas”, concretamente— y un paquete de tabaco como compañía. O sea. Que no hay mal que por bien no venga. O eso creía.

A veces uno tiene suerte y el gilipollas que se te acerca es de los de raza, uno de esos gilipollas que lo llevan en la sangre y que, por mucho que se lo trabaje, lo seguirá siendo toda su vida. Pero estos gilipollas, a medida que la conversación va avanzando, pueden llegar a caerte bien. <<Mira, pues es graciosete, el imbécil este>>, te puedes llegar a decir. Muy distinto es el caso de los dos gilipollas que se acaban de plantar ante mí pidiéndome fuego; un gilipollas y una gilipollas, para ser exactos. Estos pertenecen al GPV (grupo de los gilipollas por vocación): Tipos y tipas que —gracias a un esfuerzo diario—, son cada día más gilipollas a través del desprecio hacia lo desconocido y de un asqueroso y repugnante vanaglorio sobre aquello que creen conocer. Lo malo es que, a diferencia de los primeros —que más o menos los puedes tener localizados—, los vocacionales te asaltan en plan a la vuelta de la esquina, o cuando te dispones a fumar un pitillo y seguir con la lectura, por poner un par de ejemplos.

Le paso el mechero al susodicho para que encienda su petardo, y la susodicha —que ya me ha bicheado bien de arriba abajo, se ha percatado del asento sevillano y me ha dejado claro que el acompañante es su mejor amigo, y como todos sabemos, las chicas no se enrollan con sus mejores amigos—, se sienta a mi lado, coge el libro pasando las hojas y me suelta la frase de buenas a primera: No te pega. La miro a los ojos fijamente, sin responder. Si antes estaba en plan caramelo, ahora se le ha puesto de agüita de limón —me digo, mientras ella recoge la fotografía que ha caído al suelo de entre las hojas del libro. Dicha fotografía es un regalo de mi amigo Jose Luis. En ella aparece la imagen de Nuestra Señora de Consolación de Osuna y, sin importar cuál sea el punto al que me dirija de esta gran ciudad, e independientemente del autor o autora que lea en ese momento, coloco la fotografía entre las páginas del libro y me acompaña allá donde vaya.

Os juro que poco me ha faltado para coger la fotografía, limpiarla con el jersey, pasarle la lengua por el reverso y estampármela en la frente. Plaf ¿Qué, me pega o no, Mariló? Pero no. Dos aptitudes fundamentales —entre otras— para este trabajo son: saber adaptarse a las circunstancias, y el olfato. Y aquí mis colegas huelen que te tiran de espaldas y rebotas. A la Julieta todavía le dura el sofoco y está en plan calladita estoy más guapa. Y la verdad es que lo está, la jodía. Pero el colega, no. Aquí el Roberspiere le ha pegado un par de caladas al petardo y le ha salido la vena Anguita y usted recuerde que no es mi cura, pero yo sí soy su Alcalde. Y como si me conociera de toda la vida, comienza a hablarme de Sevilla, de su Semana Santa, de lo memos —son tela de fino por aquí arriba— que hay que ser para poner esa semana cuando más llueve, de los cofrades y de sus pintas de fachorros, que si las iglesias están vacías durante todo el año y ahora mira, que si el paso no pesa tanto, y que si esto y que si lo otro, y bueno… ahí lo dejamos con su retahíla.

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Mi padre tiene uno de este escritor en casa, me dice mientras me devuelve el libro. ¿Teatro o novela? le pregunto. Teatro, responde. Pues será “Luces de Bohemia” —le comento mientras me coloco la chaqueta—. Fue lo único que escribió don Ramón tras luchar en la Guerra Civil en el bando republicano. Perdió una mano en la batalla del Ebro, y se tuvo que exiliar a la Argentina, donde escribió la tal obra. Y la chica, ya totalmente segura, me dice que sí, que ese es el libro y que le gustó mucho. Muchísimo. Le pido el mechero al colega. Este me lo devuelve mientras ella se ofrece a llevarme en su coche. Vivo justo ahí arriba, le digo señalando uno de los balcones. Y con una sonrisa y un guiño, me despido hasta la próxima.

En el ascensor, y mientras grabo la imagen de la chica en mi memoria, recuerdo aquella frase que un manchego le dijo a su escudero: No con quien naces, amigo Sancho, sino con quien paces. O algo así.

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