Alameda de Hércules (1ª parte)

Es una perogrullada, pero por qué no decirla. Las personas, cuando se sienten enfermas, van al médico. Por lo que puede verse, el hombre es un ser biológicamente poco estable, poco equilibrado, y sufre con frecuencia desarreglos e indisposiciones, motivo para las constantes acudidas a la ciencia médica. Y esto es así desde que el mundo es mundo.
En 2011, acudí a urgencias aquejado de un dolor en el pecho. El médico diagnosticó «aerofagia» y me mandó a casa. Tras soportar el dolor durante unas ocho o nueve horas regresé a urgencia donde otro médico me despachó a la UCI con el diagnóstico «infarto agudo de miocardio. ¡Toma aerofagia! Estoy vivo de milagro.
Me quedó la obligación de tomar cuatro pastillas protocolarias y las revisiones periódicas. Todo va bien a juicio del cardiólogo en el último repaso, e insistió en que paseara cuanto más mejor. Y aquí estoy, tomándome un descanso en la plaza de El Pozo Santo y escribiendo unas notas sobre las reflexiones que he venido haciendo de paso por la Alameda. ¿Por cuántas vicisitudes habrá pasado este lugar? me he preguntado. Ya tengo la curiosidad en el cuerpo y voy a rastrear algo su pasado.
Busco información en lecturas, en recuerdos de personas de mi entorno y añado los míos propios. En consecuencia, mi relato estará enmarcado en el plano de hechos reales, percepciones propias y especulaciones, recuerdos y un poquito de imaginación.
La primera información que consigo cuenta que el lugar estuvo bajo las aguas del río del que formó parte. Y que posteriormente el río se alejó dejando tras de sí un humedal que llamaron Laguna de la feria. Una zona pantanosa alejada de la ciudad a la que no irían ni los flamencos. Pero sí sería cultivo de mosquitos para flagelo de los sevillanos.
A mediados del siglo XVII, el Conde de Barajas tuvo a su cargo los trabajos de desecación y saneamiento del lugar, a tenor de lo cual, construyeron sendas sangraderas a los lados del terreno (yo recuerdo el mismo método aplicado en tiempos recientes a una besana en el cortijo de La Retama, en Osuna).
Fue un lugar extramuros hasta la llegada de los almohades, que la rodearon con murallas incorporándola a la urbe. Y dicen que ésta fue fundada por los fenicios, que la llamaron Spal o Ispal. Me digo que por qué no señalar a los tartesos como autores de su creación, pues, después de todo, ya existiría cuando Hércules vino a robar los toros a Gerión.
La mente humana es propicia a crear mitos y creó el que nos cuenta que fue Hércules el fundador y César el constructor de las murallas, hecho que fue mencionado con sarcasmo y vergüenza ajena, según percibo en el contexto, por un inglés con motivo de la destrucción de puertas y murallas: «Hércules te creó y César te rodeó de murallas y torres altas…» (Este comentario fue citado en mi artículo «Hecho, 1ª parte»), publicado en El Pespunte el 11 de marzo de 2024.
Quizá para que el mito se convirtiera en símbolo, se erigieron sendas columnas a la entrada de la Alameda, rematadas por estatuas representando a Hércules y a César. Y tiene gracia, al primero le pusieron la cara de Carlos I y al segundo la de Felipe II. Lo cuento como me lo han contado, pues yo no he subido a verlo.
Em mitad del siglo XVIII La Alameda experimentó otra reforma durante la cual la dotaron de otras dos columnas al final de la misma, coronadas por leones que sostienen los escudos de España y el símbolo
N08DO de Sevilla. En el siguiente siglo se coloca una fuente junto a las columnas de los leones, la llamada Pila del Pato.
Todo el mundo la conoce en Sevilla actualmente y saben que, tras recorrer varios puntos de la ciudad, tomó asiento finalmente en la plaza de San Leandro.
El sitio del que hablamos fue convirtiéndose poco a poco en un lugar atractivo para los sevillanos, menores y adultos, adonde acudían a pasear a pie o en coche según el estatus social, a tomar el café o el aperitivo, o a acudir a la tertulia en algunos de los quioscos allí instalados. En definitiva, un espacio de esparcimiento muy apreciado y visitado.
(Continuará)
