Al teatro con Chéjov

En este artículo volvemos a Antón Chéjov (1860-1904), autor ruso de gran emotividad y profundidad de pensamiento del que ya hablamos el pasado uno de marzo con motivo de sus cuentos. Ahora nos acercamos a su teatro.

Quizá sea más cómodo asistir a las representaciones de las obras que leerlas. Uno ve a los actores, sus ropas, sus gestos, observa el escenario y tiene que imaginar poco. De hecho, las obras de teatro se escriben para ser representadas y, salvo contadas excepciones —como las de nuestro Ramón del Valle-Inclán—, las acotaciones escénicas escasean y están escritas de manera prosaica, sin intención artística. Pero asistir a la representación de la obra que uno desea es muy complicado, quizá imposible. Tienen que darse muchas coincidencias. Por eso las leemos.

Leer obras de teatro fomenta nuestra imaginación, nos convierte en artistas, obligados a crear imágenes de la representación que son únicas, las nuestras. Imaginamos el movimiento del telón —si lo hay—, su color, su textura, el timbre de la voz de los actores, el sonido de sus pasos sobre el escenario, el brillo de sus ojos, el teatro entero. Leer obras de teatro posee un encanto indudable.

Ivánov, el primero de los tres dramas que comprende el libro de Chéjov que les traigo hoy, fue escrito en 1887, cuando el autor tenía veintisiete años. Fue el primero de sus dramas considerados mayores. Representa el conflicto vivido por una persona incapaz de afrontar las consecuencias de sus actos y, sobre todo, el desencanto que le abruma al hacer balance de su vida. Ivánov vive en el campo. Forma parte del grupo de los privilegiados pero no posee liquidez alguna, uno de los males que solía afligir a los grandes propietarios, a menudo poseedores de enormes extensiones de terreno pero a merced de los prestamistas. Su casa, una pequeña corte, alberga diversos individuos que intentan vivir de él y, curiosamente, cuenta con un espécimen de «persona honrada», una de esas que presume de serlo y anda por ahí diciéndole a todo el mundo lo que debe hacer. En realidad, una lacra. Espíritu sensible y bondadoso por naturaleza, Ivánov luchará por sobrevivir a un inmenso sentimiento de culpabilidad.

El segundo de los dramas, La gaviota, fue escrito entre 1895 y 1896 y representado por primera vez el último año. Al principio no fue bien acogido por la torpeza de los participantes en aquella representación primera. Dos años después fue elegido por el famoso director de escena Konstantin Stanislavski (1863-1938), que preparó concienzudamente la representación y obtuvo un gran éxito. Quizá sea el drama de Chéjov más conocido y representado. Posee abundantes puntos en común con Ivánov, el relato de grandes y desgraciados amores quizá sea el principal, pero se diferencia de aquel en la importancia que el autor otorga al mundo de la cultura, sobre todo de los escritores y gente del teatro. Existe un largo parlamento de Trigórin, uno de los personajes —escritor ya consagrado—, que describe de manera acertada algunos de los grandes conflictos de la vida del escritor, incapaz de dejar de escribir, pues apenas acaba un libro empieza el siguiente: solo se siente realmente bien escribiendo o corrigiendo lo escrito. Una vez finalizado un libro intenta olvidarse de él,  pero eso le resulta imposible. Entonces comienza a dudar sobre él, a verle grandes defectos y a pensar que no debería haberlo publicado. Esas palabras, iluminadas —me imagino que algo parecido le ocurre a la mayoría de los escritores—, se encuentran al final del acto II, cuando Trigórin queda a solas con Nina. Esta, objeto del amor de varios hombres, es la gaviota, un símbolo, por su carácter independiente, que quizá inspiró a Richard Bach (1936) su célebre novela Juan Salvador Gaviota, de obligada lectura en los años setenta; en cualquier caso, Chéjov había usado la gaviota con el mismo significado, y parecida intención, setenta años antes. Las turbulencias sentimentales sufridas por Konstantín Gavrílovich Treplyóv, otro personaje de La gaviota, son las vividas por tantos hijos de divas del mundo del espectáculo, que a menudo han crecido faltos del amor de la madre, demasiado egocéntrica para ser capaz de amar. Dado su histrionismo, el papel de Irina Nikoláyevna Arkádina, la madre de Konstantín, debe ser muy deseado por actrices ya expertas.

El tercer drama, Tío Ványa, escrito poco después de La gaviota, viene a ser un canto a la naturaleza y a la serenidad que proporciona la vida anónima y laboriosa. La existencia regular y pacífica de una finca se ve alterada por la llegada de su propietario pero no gestor, un profesor universitario ya jubilado, acompañado de su joven y atractiva esposa. La llegada de ambos altera la convivencia de los moradores y trabajadores de la finca, que intentan por todos los medios recuperar el equilibrio perdido por la intromisión de una persona propietaria y titulada pero pomposa y vacua, ignorante de la maravillosa vida campestre y de los derechos adquiridos por los miembros agricultores de la familia, que se rebelan contra sus injerencias. Tío Ványa —Iván Petróvich Vionítski—, impulsivo pero de carácter noble, defenderá las bondades del campo contra la ciudad, los valores del agricultor constante y honrado, necesitado de su trabajo, frente a los del hombre de ciudad y cátedra, brillante intelectualmente pero lleno de aire y vanidad. Como en muchos textos de Chéjov, aparece un médico y posee un papel importante. En este caso se llama Mihaíl Lvóvich Ástrov. Además de ser reflejo de la dedicación de Chéjov a la medicina, la primera profesión del autor ruso, resulta de especial interés porque pronuncia una cerrada defensa de los bosques, anticipando postulados ecologistas que podíamos pensar modernos. En sus parlamentos sobre el tema, localizables en los actos I y III, adelanta las ideas sobre el cambio climático y sobre el valor de las acciones aisladas de los individuos, nuestros pequeños gestos cotidianos. La vida del planeta no es solo responsabilidad de las empresas que asolan la Amazonia y de los gobiernos que permiten y fomentan el uso de combustibles fósiles, sino también de nosotros, tuya, cuando no te ocupas de reciclar los plásticos que consumes, que, directamente, no debían existir, o cuando coges el coche para ir tres calles más allá. Chéjov pone en boca de Ástrov las palabras «el clima también depende de mí» (act. I), una frase digna de ser reproducida en todas partes.

En definitiva, un libro de lectura muy aconsejable. Si no tiene un teatro cerca, ya sabe.

 

Antón Chéjov, Ivánov. La gaviota. Tío Ványa. Madrid, Alianza Editorial, 2013. Traducción y nota preliminar de Juan López-Morillas.

 

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Imagen de centerforpoetry.wordpress.com.

 

Víctor Espuny

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