Al sur del alma
Todas las noches, antes de irme a la cama, mi madre me contaba la historia de Dios al Sur del alma. Mi madre me aseguraba que era necesario que escuchara esa historia todos los días para que cuando fuese mayor no perdiera el norte que lleva al Sur del alma. Yo no sé muy bien qué me contaba, pero me sé de memoria cada una de sus palabras de tanto repetírmelas. Mi madre se sentaba a mi lado y después de rezar un Padrenuestro se le abrían los ojos como dos llamas serenas, porque el Sur del alma es su lugar favorito, y comenzaba su historia siempre diciendo:
En el capítulo infinito del versículo da igual de la Biblia del Sur, Dios sale a predicar racheando por las calles; en cualquier momento, de mañana, por la tarde, por la noche, de madrugá, te lo puedes encontrar en una esquina convenciéndote de la bienaventuranza eterna de costero a costero. La calle es el pueblo y el pueblo es la calle y desde esta premisa, desde esta propiedad conmutativa de lo público y lo divino, Dios decide hacerse visible y humano a pie de asfalto, allá en el Sur del alma, donde la vida reflorece al tercer día y la antropología pende del cielo. Mi madre afirmaba que el Sur del alma es un puntito intermitente sin geografía ni clima en el que llueve por dentro, los vellos se erizan sin que haga frío, las creencias pastan con los siglos y Dios trabaja por su presencia mientras un Cristo con acento andaluz y aliento de azahar dice el Sermón de la Montaña.Ya ven, cosas maternales, que te fundan. En las madres empieza la humanidad. Lo de noble o abyecta queda para los hijos. Todo apunta a que el Ser Supremo debe ser femenino. Entre el misterio y el clero: los ojos fidedignos de mi madre. Entre la cruz y los desheredados de la tierra: las manos laborales de las madres. Entre la Curia y lo sagrado el cónclave íntimo de las emociones. Entre el ser y la nada, Miguel Ángel y el útero de la Capilla Sixtina.
Mi madre contaba que hay quien ha visto a Dios, allá, en el Sur del alma, justo en la Plaza de Consolación cuando la muerte se aquieta pacífica en el regazo del Mayor Dolor de una mujer. Hay quien lo ha visto en el Carmen, en la Soledad de la tortura junto a la Humildad de los valientes. Hay quien jura haberlo visto morirse en la revuelta de Tía Mariquita, cuando viene de San Agustín y no queda más Esperanza que la mirada melancólica de María. Relataba que hay quien lo ha visto Perdido, Desamparado en su propio enigma y en el trajín infame de los tiempos, a la espera esperanzada de que un niño agarrado a una rama de olivo pronunciara el Dulce Nombre de Jesús. Hay quien lo ha visto subir a duras penas por la calle San Pedro y se le ha parado al lado y le ha hablado en silencio del sufrimiento en el mundo. Hay quien lo ha visto barroco y guapo en la muerte bajar por la Cuesta de los Cipreses antes de meterse en el zaguán de la Luna en busca de la Resurrección. Allá al Sur del alma, hay quien ha visto su espalda, sólo su espalda herida, y ha visto la herida de la tierra y de los inocentes y cómo sangra Dios por las calles del Sur para derramar los credos y coagular la fe. Hay quien afirma haberlo visto Caído y derrotado en medio de La Carrera y preguntando con la mirada por la brújula de la Torre de la Merced que apunta al Padre. Mi madre dice que entre Getsemaní y La Carrera la Historia y sus fanatismos no han dejado en paz a los hombres de buena voluntad. Hay quien ha visto y reconocido a su madre, como una sombra morada, ir detrás de Dios calle Sevilla abajo. Porque a Dios se le busca y se le sigue desde las sombras que nos habitan aunque nos deslumbre el sol del mediodía. Después de los Dolores, la Angustia, la agonía, hay quien lo ha sentido como una bocanada de aire puro a las puertas de la Victoria. Después del bullicio, los cirios, las torrijas, hay quien ha sacado en procesión sus dudas y ha sentido nostalgia de Dios. Ese Dios meridional de carne barroca y corazón intuitivo de cielo, que se aparece en las esquinas, al sereno, al relente, a la luz del día y que una vez al año nos lo podemos encontrar en la calle. Porque el pueblo elegido es Dios y Dios es el pueblo elegido sea judío o no, aunque seguramente la estancia perpetua de la divinidad en nuestras mentes sea un fogonazo, un destino y un sentimiento privados que se cruzan, como a San Pablo, en nuestro camino particular sin que podamos hacer nada por esquivarlos.
Mi madre dice que hay quien ha subido como yo, desde pequeño, a la explanada de la Universidad y La Colegiata y ha mirado hacia arriba y ha visto el cielo estirado de Osuna, y ha contemplado con la carne de gallina las pastas azules de la Biblia a la intemperie del Sur y todavía con la carne de gallina no se ha atrevido abrir ese Libro de latidos aéreos para ver qué dice. Ha preferido bajar a las calles del pueblo y esperar en una acera que se le pare a su vera, como se para un amigo, el misterio de Dios y le entregue su pasión de hombre mecida por una brisa de costaleros. Allá, al Sur del alma, justo en la explanada de la Universidad y La Colegiata. Allá es donde mi madre quiere, mayor o niño, que siempre vuelva, a sentir el peso de mis venas atadas a la tierra sagrada. Mi madre dice que ésa es la única pose en la que te hace la foto el Cielo Eterno.
Al Sur del Alma me siento, entre niebla machadiana y el incienso de los monaguillos, a esperar mi mesianismo, porque la vida eterna se me eterniza y los hombres actuales ni siquiera creen en ellos mismos. Las penitencias de los desfavorecidos siguen siendo las dentelladas de los poderosos, per saecula saeculorom. En la explanada de la intimidad me paran como a un acólito lustroso, y, apostado en mi hedonismo materialista y repostado de burguesismo acrítico, contemplo la procesión de la fanfarria y la depresión del mundo con su desfile de nazarenos rotos.
A mi madre y su fe.
Francis López Guerrero