Abandono
Las personas que hemos tenido la suerte de crecer en un pueblo podemos experimentar «mal de ciudad». Las capitales nos aturden. En ocasiones, paseando por ellas, parecemos peces sacados del agua, desubicados y anhelantes. Como Marcovaldo, aquel entrañable personaje de Italo Calvino, solemos buscar señales de vida entre el asfalto. Divisamos plantas en una casa o en un jardín e intentamos acercarnos para comprobar si hay brotes de hojas o señales de floración. Nuestros pensamientos se quedaron con ellas, allá en el pueblo. Y soñamos, por ejemplo, con damas de noche, que a estas alturas del año, y con este calor, deben estar ya cargadas de racimos de flores, diminutos bastoncitos que se abren a la puesta del sol en estrellitas blancas y vuelven el aire sereno y fragante.
De mi infancia recuerdo a mis amigos palomeros. Eran mayores, hombres ya hechos, que enseñaban sus limpios palomares con orgullo. Situados en lugares altos y con buena visibilidad, desde ellos se apreciaban a veces kilómetros de campo, la Sierra Sur recortada en el horizonte y sirviendo de telón de fondo a un escenario de calmos y olivares salpicados de caseríos encalados. Te enseñaban sus palomos, te hablaban de ellos, te ayudaban a distinguirlos. «Este es colillano, mira cómo vuela, la cola abierta y plana. O mira ese, colitejo. O aquel, buchón marchenero. ¡Mira qué colores, qué cosa más bonita!». Los palomeros se entusiasmaban dando explicaciones y enseñando sus animales. Los buchones de más tamaño impresionaban por su anatomía, el vigor que usaban en la época de celo y el dinamismo de sus movimientos de cortejo, momento en los que las hembras parecían meras espectadoras de un ceremonial que las inclinaba por un palomo u otro según su vistosidad y gallardía. Había también —era curioso— palomos ladrones. Todos los palomeros querían tenerlos. Robaban palomas de otros palomares de forma elegante, atrayéndolas por su presencia y su capacidad de seducción. Parecían ladrones de guante blanco, de corazones en este caso, auténticos donjuanes. Desde la azotea donde estuviésemos los veíamos salir, acercarse a los palomares ajenos y salir de ellos acompañados. Uno de aquellos palomeros poseía también una paloma mensajera, capaz de ir y volver a Sevilla llevando livianos mensajes anillados a sus patas.
Aquellos eran animales privilegiados, cuidados con mimo.
El contraste con los palomos de ciudad es tan marcado que estos mueven a compasión. Deben proceder de palomares abandonados, no sé cuál es realmente su origen, pero están solos, no los cuida nadie. Anidan donde pueden y viven de los restos de comida de las terrazas de bares y restaurantes. La mayoría sufrió graves lesiones en los dedos, a veces amputaciones parciales, probablemente al posarse en superficies metálicas ardientes por el sol. Caminan renqueantes entre la gente en las calles y las plazas delos centros urbanos, buscando qué comer. A veces, algún solitario de buen corazón se apiada de ellas y les da de comer, acción que la mayoría de las personas critica al considerar a estos animales peligrosos por la cantidad de enfermedades que transmiten cuando están desatendidos y se les deja deponer sus excrementos en cualquier lado. Con frecuencia se ve en un portal a un palomo alicaído, arrinconado, huidizo, probablemente enfermo, buscando un lugar donde morir en paz. ¡Qué diferencia con aquellos palomos de la infancia en el pueblo, animales soberbios, orgullosos, casi objetos de adoración!
¿De verdad vale la pena tener tantos animales así, en este grado de abandono?
Fotografía de palomas tomada de eco.com.sv.
Víctor Espuny
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.