A vueltas con don Francisco

Siempre ha habido autores independientes. Suelen hacerse un nombre gracias a la solidez de su carácter, la calidad de sus textos y la garantía de su juicio estético. A menudo, cuando ejercen una función crítica y no son mercenarios, nos hablan de su última lectura o de la exposición visitada unos días antes con la generosidad del que se sabe en posesión de una experiencia artística o intelectual que merece la pena vivir. Estos desveladores de novedades valiosas —no todas, por supuesto, lo son— sufren relevos generacionales, como en cualquier otra ocupación humana. Los que hoy dedican sus textos a esos menesteres son solo continuadores, tomaron el relevo. Si nos quedásemos solo con ellos, nuestro conocimiento de los hechos culturales sucedidos a lo largo de la historia sería demasiado parcial.

Hay que mirar hacia atrás.

Uno de los críticos españoles que merece la pena recuperar es Guillermo Díaz-Plaja (1909-1984). Comenzó a publicar muy joven y lo hizo, de manera continuada, hasta su fallecimiento, a un ritmo de varios libros por año. Fue, sobre todo, ensayista pero también un gran escritor de poesía. Varios de sus poemarios de los años sesenta vieron la luz en Málaga, editados por la Librería Anticuaria El Guadalhorce, dirigida por Ángel Caffarena Such, sobrino, y no es casualidad, del poeta Emilio Prados. Este, como es sabido, junto al también malagueño Manuel Altolaguirre, fundó la revista Litoral durante la eclosión cultural de los años veinte. La nómina de creadores que colaboraron en ella es extraordinaria, desde Manuel de Falla hasta Pablo Picasso, pasando por Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Benjamín Palencia, Salvador Dalí y un largo etcétera. Ángel Caffarena, aunque más modesto —los suyos eran tiempos muy distintos—, continuó la labor de Prados y Altolaguirre y fue capaz de publicar en los años sesenta poemarios de autores exiliados. Hoy, cuando Málaga lleva camino de convertirse en un gran, impersonal y ruidoso parque temático, cuesta trabajo imaginar la ciudad culta y cosmopolita que fue.

Leyendo los artículos de juventud de Guillermo Díaz-Plaja, uno queda asombrado de su capacidad de absorción de cualquier hecho social o cultural que considerase de interés. Los ejemplos son continuos. Asiduo a las proyecciones cinematográficas, defendía el cine de autor frente a la industria cinematográfica y ayudó a crear un cine-club en fecha tan temprana como 1929. Fue capaz de aplaudir tanto el nacimiento del surrealismo, propio de su generación, como confesar su entusiasmo por la obra de un señor octogenario llamado Francisco Rodríguez Marín. El sentido y lúcido texto que transcribo a continuación vio la luz en Ensayos escogidos, de Díaz-Plaja, poco después del fallecimiento del investigador ursaonense. La calidad expresiva del pasaje es tal que permite imaginar sin esfuerzo al sabio anciano retratado, lo pone ante nuestros ojos como si siguiera vivo.

Les dejo con él.

«Salía de su hondonada de libros, de su querido y familiar siglo XVII, con su mano pegada al oído terco, pero con sus ojos vivos, de azabache, brillándole bajo el gorro casero que coronaba el rostro de barbas apostólicas. Hasta una hora antes de morir este hombre gozó anchamente los hallazgos de su curiosidad inteligente al servicio de su inmenso saber. ¡Ancho y largo camino! Ninguna cosecha tan larga como la de don Francisco Rodríguez Marín en el campo inmenso de las letras españolas. Abeja vivaz, supo de innumerables néctares escondidos y los fué libando: ahí están, ya asequibles, trasegados del manuscrito ignoto a la edición rarísima o la pulcra certidumbre académica. Obra, sin duda, ingente.

Obra realizada, además, con una perfecta espontaneidad renovada, con una alegría insuperable. Un fino gracejo de hidalgo andaluz, una zumbona ironía para la polémica y una perfecta cortesía para la amistad. He aquí tres elementos inconfundibles de la obra de Rodríguez Marín que le daban una enorme simpatía humana y la separaban de la insufrible y helada pedantería que el positivismo filológico ha dado a todas las producciones de tipo histórico literario.

Por lo demás, he aquí una vida de ejemplaridad envidiable que ha conservado hasta el último día su maravillosa lucidez. Mi postrera conversación con el gran sabio me asombró una vez más por la prodigiosa agudeza de su memoria, capaz de recordar increíbles datos eruditos, así como remotísimos incidentes académicos de los que, en su excepcional longevidad, había presenciado. Resplandecía entonces su perfecto juicio y un encendido afán de justicia que presidió todos sus actos.

Ahora don Francisco Rodríguez Marín vivirá sólo en nuestro recuerdo. Pero este recuerdo será en todos vivo, vertical y encendido.

Como una llama».

 

La imagen, tomada de madridsecreto.co, refleja la Puerta del Sol hacia 1900, cuando Rodríguez Marín tenía cuarenta y cinco años.

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Ensayos escogidos, de Guillermo Díaz-Plaja, fue publicado en Madrid por M. Aguilar Editor en 1944. El texto sobre Rodríguez Marín aparece entre las páginas 440 y 442.

 

Las personas interesadas en conocer más de la revista Litoral pueden clicar aquí.

 

Víctor Espuny

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