A mi madre.
A mi madre.
Jueves treinta de octubre, seis y media de la tarde. Vestuarios de la R.E.S.A.D. Apoyo la frente en los azulejos y me coloco debajo de un chorro de agua caliente que golpea y cae por mi espalda, mientras pienso que, un año más, no he estado junto a mi madre en Osuna, en el sur, para celebrar con ella su cumpleaños. Cincuenta y siete, acaba de cumplir. No importa, me ha dicho hace un momento por teléfono. ¿Tú estás bien? Tal vez he respondido que sí.
No crean. Desde el primer día que salí de casa rumbo a una profesión de la que lo desconocía todo, sentimentalismos entre mi madre y yo ha habido los justos. Vivir significa aceptar las reglas del juego, y ella, desde muy pequeña, supo que en esta vida no siempre se puede elegir. Y no se llama resignación, como algunos imbéciles creen. No hay nada que me reviente más que esos nenes que dicen que en esta vida tendrás aquello que mereces, eso de que cada uno recoge lo que siembra. El trabajo diario a la espera de una merecida recompensa que seguro llegará. Pórtate bien, cielo, y espera. Corazón. Pero cuando llevas un tiempo moviéndote a través del confuso paisaje de la vida, vas comprendiendo lo inevitable. Lo real. Porque aquí no se puede estar bien con todo el mundo. Hay momentos en los que eres más rápido y disparas, y otros en los que recibes disparos ajenos. Merecidos o no, poco importa. A eso Copatzin, mi compadre de México, lo llama mochar parejo.
Pero hoy, esta tarde, bajo este chorro de agua caliente esas balas con las que podría defenderme y de las que carezco tienen la forma de una mirada. Una mirada tranquila, serena. Y de silencio. También tienen forma de silencio. Ese silencio con el que mi madre observaba cómo construía con mis muñecos de Playmobil una ciudad en el salón de casa de la abuela en las tardes de un verano del sur; esa mirada con la que se quedaba observándome fijamente, atenta al diálogo que yo inventaba entre una señorita venida de las tierras del norte y un hombre apoyado en la barra del saloon que ya nada tenía que perder. Y se quedaba así, como os digo, en silencio. A la espera de que yo notara su presencia y saliera de mi mundo imaginario. Y cuando esto ocurría, yo le pedía un rato más, por favor. Pero ella, sentada en el brazo del sillón, se inclinaba un poco hacia delante. Y yo creía verla sonreír.
Ahora debo cerrar el grifo, secarme, vestirme, recoger mis cosas y salir ahí fuera. Pero no puedo. O mejor dicho, no soy capaz. Y al apartar la frente de los azulejos creo ver a mi madre una vez más ahí, sonriendo, a la espera de que yo recoja mis muñecos, cierre el grifo del agua caliente, plante cara a la realidad y salga de mi mundo imaginario. Lo hago y rompo mi silencio (un silencio heredado de ella). Lo rompo para decirle una vez más: Feliz cumpleaños, mamá.
Álvaro Jiménez Angulo.
CON LA PALABRA EN LA BOCA
Lector fiel de las páginas escritas por Virginia Woolf, Dulce Chacón, Pérez Galdós, Buero Vallejo y Ramón J. Sender. Licenciado en Escenografía y Dramaturgia por las escuelas de Arte Dramático de Sevilla y Madrid respectivamente. Máster en Creación Literaria por la Universidad de Sevilla. Máster en Estudios Feministas y de Género por
la Universidad del País Vasco. Docente en Escola Superior de Arte Dramática de Galicia. Cursando estudios de doctorado en el Instituto de Investigaciones Feministas de Madrid.