A los «Wealthyman» del mundo
Según el informe titulado El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2024, existen más de 700 millones de personas que pasan hambre. Intente ponerles cara, imaginarlas todas juntas. 700 millones. Son seres humanos que no tienen absolutamente nada, ni un céntimo, ni una propiedad, ni salud, ni futuro, ni esperanza. Al mismo tiempo, y esto ya viene de otras fuentes, existen al menos seis seres humanos que poseen más de 100.000 millones de dólares y, de ahí para abajo, una lista interminable de personas que poseen al menos un millón de dólares. Pero no voy a pensar en estos últimos, voy a por los grandes. ¿En qué piensan los multimillonarios insolidarios? ¿Cómo pueden ser tan egoístas? (El planteamiento puede parecer ingenuo, pero la ingenuidad jamás va a estar reñida con la defensa del bienestar general). Estaría bien saber para qué quiere alguien tantísimo dinero, si ni siquiera dormirá bien y acabará siendo el más rico del cementerio… ¡menuda hazaña! Si cada uno de ellos dedicara una ínfima parte de su fortuna, inapreciable en proporción al total que posee, a la resolución del problema del hambre, mapas como el que acompaña este artículo formarían parte de un deshonroso pasado. Observen en él dónde viven las personas bien alimentadas: salvo alguna rara excepción, en los países del hemisferio norte, donde se encuentran las antiguas potencias coloniales. Ahí se acumula la mitad, aproximadamente, de la riqueza mundial, en manos del 1’1 % de la humanidad.
Esto no es política, es filantropía, generosidad, y esos sentimientos no son de izquierdas ni de derechas. Da igual a quien votes, pero no es aceptable, tolerable según un mínimo latido de humanidad, que el mundo siga tan mal organizado cuando la solución está ahí, al alcance de la mano. Solo se necesitan la voluntad de llevarla a cabo y gestores honestos. Los hay, los he conocido. Eran personas maduras a las que les dolía la injusticia y la desigualdad, a menudo religiosos, que vivían con lo justo porque sabían que para vivir no hace falta más que querer, ser querido y tener cubiertas las necesidades materiales básicas. Su vida, además, se puebla de magnanimidad, bondad y dulzura al ayudar a los otros. En una de las encíclicas más esperanzadoras de la historia de la Iglesia católica, Populorum Progressio —difundida en 1967, durante el papado de Pablo VI—, leemos: «El desarrollo de los pueblos y muy especialmente el de aquellos que se esfuerzan por escapar del hambre, de la miseria, de las enfermedades endémicas, de la ignorancia; que buscan una más amplia participación en los frutos de la civilización, una valoración más activa de sus cualidades humanas; que se orientan con decisión hacia el pleno desarrollo, es observado por la Iglesia con atención». Y, más adelante, «Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos». Haciendo nuestras aquellas bienintencionadas palabras, ese hoy permanece vigente. Solo veintitrés años después de aquella encíclica, y siguiendo aquella brillante estela de los idealistas años sesenta, los países con representación en la Asamblea General de la ONU adoptaron el compromiso de destinar el 0’7 de Producto Interior Bruto a la Ayuda Oficial al Desarrollo, contribución que solo realizan unos pocos países europeos (Reino Unido, Suecia, Noruega, Dinamarca, Luxemburgo y Países Bajos; España apenas alcanza el 0’2). Eso en cuanto a estados nacionales; ahora intento centrarme en personas particulares: de los políticos solo podemos esperar palabras.
Hay que hablar de economía. Los impuestos son necesarios, sobre todo los impuestos a las grandes fortunas. Que no sigamos consintiendo una realidad como la actual, donde los más ricos siguen, como en el Antiguo Régimen, sin pagar impuestos, o pagando unos ridículos para el capital que poseen. Gracias a los tributos que paga la mayoría, los pecheros de hoy, en un país como España se disfruta de servicios públicos a un nivel desconocido en la mayor parte del mundo. Esos seres humanos tan ricos que tienen propiedades que ni siquiera conocen porque no disponen de tiempo para visitarlas todas, que disfrutan de embarcaciones cuyo mantenimiento les cuesta cada año varios millones de dólares, deben contribuir al bien de todos por un principio de humana solidaridad. Además, con esa habilidad que poseen para hacer dinero, la cantidad que paguen la verán rápidamente repuesta con ganancias nuevas. Miren, también, qué bien quedaría su nombre asociado a esas donaciones. «El excelentísimo señor Wealthyman dona todos los años dos millones de euros para la lucha contra el hambre en el cuerno de África y en Haití», ese baldón para nuestras conciencias, situado a poco más de un tiro de piedra de las costas de la opulenta Florida. Sería una forma de limpiar el nombre del potentado, que muy posiblemente se encuentre asociado a la degradación medioambiental o a abusos de las condiciones en las que sus empleados trabajan. Seguro que ese señor dormirá mejor, al menos con la conciencia más tranquila, sabiendo que Habib, o Roberto, o Harshita, esos niños que pesaban quince kilos con doce años, ahora tienen catorce y pesan cuarenta, y van a la escuela, y quiere ser médicos o maestros. Hay casos perdidos, desde luego. El móvil que usted sostiene en la mano, el ordenador que tiene delante o el coche que conduce —si es eléctrico—necesitan para su fabricación un mineral compuesto, llamado coltán por resultar de la unión de la columbita y la tantalita, cuyas mayores reservas mundiales parecen estar localizadas en la zona oriental de la República Democrática del Congo. En las minas de coltán congoleñas, ilegales y faltas de supervisión estatal en su inmensa mayoría, trabajan miles de niños en régimen de semi esclavitud, críos que no solo pasan hambre, también maltratos continuos. De las personas que se lucran con esas minas no hay que esperar mucho, desde luego. Lo mismo puede decirse de aquellos que trafican con fentanilo, o con armas, o con personas. La maldad existe.
El problema del hambre tiene solución con la voluntad de todos. Solo hay que querer. Los países del primer mundo están en deuda con sus antiguas colonias, esquilmadas y dejadas solas cuando más los necesitaban, desangradas en guerras civiles, carentes en absoluto de servicios y regidas, en general, por una clase política violenta y corrupta. Algo se podrá hacer, ingenuidades aparte. ¿Para qué quiere alguien 100.000 millones de dólares si no hace el bien con ellos?
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.