Cerezas en invierno
Quiero hablarles de El padre (Reino Unido, 2020). La película trata del alzhéimer, uno de los mayores problemas a los que podemos enfrentarnos al llegar la ancianidad. Algún lector habrá vivido esa terrible dolencia en la persona de un familiar muy querido, habrá asistido a su irreparable deterioro mental. Es una enfermedad cruel para el enfermo y el resto de la familia, que ve al primero convertido en una parodia incomprensible de la persona que era. Has querido, y aún quieres, a ese mayor que tan feliz te ha hecho y ahora pierde facultades a una velocidad pasmosa, comienza a realizar acciones incomprensibles, a olvidar nombres, a creer que ciertas personas fallecidas siguen vivas, a dejar de reconocerte aunque seas su hijo o su nieta, a confundirte con otro. Y es triste, como si la persona que conocías ya no exista aunque la tengas delante. Bien pensado, resulta increíble que medios tan poderosos para acariciar nuestros corazones y prepararnos para lo peor como son el cine y el teatro hayan dedicado tan poco espacio a cualquier tipo de demencia senil. Será un tema considerado poco comercial, no sé. El caso es, para nuestro bien, que existen películas como esta, valiente, necesaria y de gran altura artística. Y eso a pesar de adolecer de una teatralidad evidente, pues su director y coguionista, el francés Florian Zeller, había creado con antelación la obra de teatro original en la que se basa la película. Curiosamente, su efectividad comunicativa se ve reforzada en el cine por esa herramienta tan poderosa que el teatro no posee: el primer plano. El trabajo de los actores principales, Anthony Hopkins y Olivia Colman, padre e hija en la ficción, es sobrecogedor, tanto que al final de la película los espectadores permanecen en sus butacas un buen rato, no tanto por leer los créditos finales y averiguar localizaciones o nombres de temas musicales como por la necesidad de procesar adecuadamente lo que han visto y sentido, sobre todo durante los últimos quince minutos de película. Simplemente genial.
Uno de las personalidades del mundo de la cultura que durante estos días cumple años es Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956). He seguido su trayectoria desde mediados de los ochenta, cuando acababa de publicar Beatus ille y en las fotografías se le veía el pelo enteramente negro y un bigote generoso. Muñoz Molina posee una gran capacidad de fabulación, ha leído lo que no está escrito y merece una atenta lectura. Recibió el Premio Planeta, cuando este aún se concedía a obras de calidad, por El jinete polaco (1991), una novela que reconozco haber disfrutado como pocas. De sus últimos años destacaría Tus pasos por la escalera, un relato sobre la espera de la persona querida lleno de agradables sensaciones y reflejos de una gran capacidad de observación. La acción transcurre entre Nueva York y Lisboa, ciudades bien conocidas por el novelista ubetense. El protagonista, por cierto, abandona la primera poco después de la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales, el mismo que, mal perdedor, azuzó a sus vehementes seguidores contra el sistema democrático el pasado día de Reyes. El progreso del que nos hablan no existe.
Un cuatro de enero fallecieron Benito Pérez Galdós y Albert Camus. De la muerte del primero se cumplió el centenario en 2020, efeméride que se esperaba sonada y de actos concurridos y ha sido, como tantas cosas, golpeada por la pandemia de manera inmisericorde. Los proyectos culturales abortados por la COVID-19 son tan numerosos y las pérdidas económicas y laborales tan elevadas que resulta imposible cuantificarlos adecuadamente. En algunas librerías quizá queden aún ejemplares gratuitos de Memorias de un desmemoriado, colección de artículos autobiográficos de Pérez Galdón publicados en el diario madrileño La Esfera durante 1916 y reeditados por Alianza Editorial con motivo del centenario. Creo oportuno señalar que un título tan sugerente parece inspirado directamente en Memoires d’un Amnesique (1912), del inefable Erik Satie, libro descacharrante traducido por Loreto Casado y publicado por Árdora Ediciones en 1994.
El otro escritor célebre fallecido el día cuatro es Albert Camus, francés nacido en Argelia de madre de origen menorquín. Este autor debe ser leído por cualquiera que quiera entender nuestro determinante siglo XX. Su conocida obra El extranjero (1942) es un reflejo de la pérdida de sentido de la existencia humana redactada con una economía de recursos expresivos realmente admirable. Meursault, su protagonista, está en las antípodas de lo que entendemos por alguien competitivo, agresivo, tipo de individuo elogiado hoy día en los círculos empresariales y en la sociedad en general. Meursault es consciente absolutamente de lo que pasa pero no es asertivo ni intenta imponer su voluntad de ninguna de las maneras posibles. Todo le da igual. Además, no parece poseer vínculos afectivos con nada ni con nadie. Golpeada su conciencia por los terribles acontecimientos que estaban sucediendo en el panorama internacional —la represión estalinista, la guerra incivil española, la Segunda Guerra Mundial, la misma colonización francesa de Argelia—, Camus crea un personaje inolvidable, en la misma línea de otros indefensos o desprovistos de iniciativa —como Bartleby o Gregorio Samsa—, seres colocados en un mundo que no entienden, para el que no están preparados y al que no quieren pertenecer. El extranjero no es una obra amable, no viene a entretener sin más, está lo más alejada posible de lo que consideraríamos un bestseller, de ahí que su lectura sea inolvidable. Es dura pero necesaria, como la película El padre.
Y ahora, para acabar con mejor sabor de boca, quiero hablarles de Louis Braille (1809-1852), nacido y también fallecido a principios de enero. Siempre he admirado su fuerza de voluntad. Ciego total desde los cinco años por un accidente doméstico —niño inquieto, quiso imitar a su padre en el taller y se lesionó un ojo que, mal curado, infectó al otro—, Braille fue admitido en una desfasada escuela parisina para invidentes y allí, con apenas quince años, creó un sistema útil para escribir y leer textos y partituras por personas invidentes que acabó imponiéndose en su escuela, en toda Francia y en el mundo entero. Braille estaba muy bien dotado para la música. Esto me lleva a recordar la vida de Rafael Reyes Delgado, ciego desde la infancia a causa del sarampión. Rafael, nacido en Teba, llegó a Osuna en 1938 como delegado de la recién creada Organización de Ciegos Españoles (ONCE). Era músico, y tan dotado que fue nombrado organista titular de la Colegiata. El mayor de sus hijos, y alumno suyo, fue Francisco Reyes Márquez, conocido como «Currito el pianista», maestro a su vez del gran Pepe Romero, artista del cual han bebido músicos como Felipe Campuzano y todos los pianistas ursaonenses actuales, entre los que cabe destacar a Javier Cecilia, Jesús Heredia y Alejandro Cruz Benavides.
Una cosa lleva a la otra y nunca acaba uno de comer cerezas.
Imagen: Anthony Hopkins y Olivia Colman en un momento de El padre.
Víctor Espuny
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CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.