2 + 2 = DIOS

 

El título es bien extraño. Se basa en una observación del físico Eugene Wigner sobre “la irrazonable efectividad de las matemáticas”, que decía poniéndose mínimamente filosófico, y eso que, como decía Albert, alias Einstein, “el hombre de ciencia es un filósofo mediocre”. ¿Es una contradicción lo de las matemáticas y su irrazonable efectividad? Parece que sí, pero no. Que la ciencia, en este caso las matemáticas, pueda desentrañar el contenido del mundo implica que éste es racional, y racional es lo producido por la razón. La estructura revela al arquitecto, la obra al artista, la creación a Dios. Y no lo digo yo, lo dice la ciencia, o más bien lo apunta, que decir es cosa de humanidades. Muchos pensarán que al fin he sacado a relucir mi espíritu medieval y que, poniendo punto final a este artículo, me iré de cervezas pre-ilustradas con Ptolomeo; pero se equivocarán, entre otras cosas porque Ptolomeo está muerto y su conversación es nula -hay, pues, mejores compañeros de borrachera-. ¿Qué quiero decir? Quiero decir que la ciencia actual no tiene más remedio que ser teísta, y jode y escuece, pero es teísta. Hay infinitas –licencia esto del infinito- muestras de ello, pero nosotros nos centraremos en la reciente publicación de Trotta: Dios existe, del eximio filósofo –hoy fallecido, igualito que Ptolomeo- Antony Flew.

Para ahorraros la visita a Wikipedia diré que Flew fue uno de los máximos representantes del ateísmo filosófico, hasta que con 81 años comunicó que se había cambiado de bando -¡Chaquetero, esquirol, senil!, tuvieron que farfullar Dawkins y adláteres-. Sus ensayos de filosofía analítica, durante la segunda mitad del siglo XX, constituyeron el catecismo del ateísmo contemporáneo. No se le presentó un ángel ni tuvo una experiencia cercana a la muerte –que, según parece, ablanda el pedernal-, sino que cambió de parecer por una metodología estricta: “seguir un razonamiento hasta el final”. Su conclusión: la ciencia actual declina la balanza a favor de Dios. Esto no quiere decir que se volviera cristiano ni se adhiriera a confesión de ningún tipo. Simplemente, se percató de que mientras más se indaga en la ciencia, más imprescindible se presenta la realidad de una Inteligencia creadora, de un Relojero cósmico. Lo afirmó Pasteur en su día –pero no le pregunten ya, que andan por donde Ptolomeo-: “Un poco de ciencia aleja de Dios; mucha, te acerca”.

Esto choca frontalmente –o mejor, cenitalmente, que requiera más puntería- con la idea tradicional-garrula-simplista de que la ciencia y la religión son enemigos míticos, irreconciliables. Se ignora que lo conocido exige más explicación que lo desconocido. Pero veamos. ¿Qué es lo que me lleva a tratar a la ciencia actual como si de un Isaías con bata y prepotencia se tratase? Pues lo llamado “ajuste fino” o “principio antrópico”, una de las producciones más interesantes de la filosofía natural de nuestros aventurados, económicos, precipitados días. ¿En qué se basa? Cito a Flew: “Tomemos las leyes físicas más básicas. Se ha calculado que si el valor de una de las constantes fundamentales hubiese sido ligerísimamente diferente, no se hubiese podido formar ningún planeta capaz de permitir la evolución de la vida humana”. Es decir, los parámetros necesarios para la existencia son de una concreción milimétrica tal, que sólo somos capaces de admirarlo cuando vemos que se producen al unísono; ¿cuántas coincidencias necesitamos para dejar de creer en el azar? Vivimos en un equilibrio tan complejo, que no se puede explicar sino con un funámbulo de talento inigualable que nos sostuviera como a una pértiga. Las posibilidades matemáticas, para que nos entendamos, serían equivalentes a recortar millones de diccionarios, lanzarlos al aire y que cayeran escribiendo El Quijote. El propio filósofo inglés –porque Flew, como Ptolomeo, está muerto, pero antes era inglés- lo ilustra con un caso: (en paráfrasis) imaginemos que entramos por primera vez en una habitación de hotel y la cama está vestida con nuestras sábanas. En la mesita de noche, reposa nuestra radio y la novela que estamos leyendo. En el minibar, el whisky que nos gusta. Junto a la ducha, el champú específico para nuestro problema de caspa. Colgando de la puerta, nuestro albornoz. Habría varias preguntas: por ejemplo, ¿quién me está gastando una broma? O ¿Cuánto me va a costar todo esto? Ahora bien, de lo que no se puede dudar es de que alguien nos estaba esperando.

Se preguntarán con todo el derecho: ¿cómo puedes tenerlo tan claro cuando el mundo científico se manifiesta en sentido contrario? Pues por el hecho de que el mundo científico no se manifiesta en sentido contrario, ni mucho menos. La confusión nace de las interpretaciones sesgadas y los titulares amarillentos de la prensa de nuestro país, que, en su periodicidad diaria, constata su agonía o estado pre-ptolemaico. Hawking, que muchos me enarbolarán silenciosamente, jamás se ha declarado ateísta. Aún más, nos ayuda: “Al decir que las leyes de la física determinaban cómo comenzó el universo, sólo estamos diciendo que Dios no escogió “poner en marcha el universo de alguna forma arbitraria que nosotros no podríamos entender. Esto no implica decir que Dios no exista, sino sólo que Dios no es arbitrario.” Einstein –a quien se atiende no por la teoría de la relatividad, sino porque sacaba la lengua y parecía un anciano descocado- tiene infinitas declaraciones a favor del teísmo; de nuevo: no de un Dios necesariamente trascendente, pero sí de una Inteligencia creadora. Realmente, el caso más escandaloso es el de Darwin, cuyas teorías evolucionistas, en puridad, son las que más en jaque han puesto la cosmogonía cristiana. No obstante, el biólogo parece que no vio las consecuencias de sus propios descubrimientos: “… me siento obligado a volverme hacia una Primera Causa dotada de una mente inteligente y análoga en cierta medida a la del hombre; y merezco, por tanto, ser llamado teísta.” Es una cita de su autobiografía, publicada en 1958. Que al propio Darwin se les escaparan las consecuencias ideológicas de su teoría es poco probable, a no ser, claro está, que la teoría no fuera suya, que, caminando por un mercado, diera con unos legajos de un tal Cide Hamete Benengeli que, con letra gótica sobre papiro, rezara: El Origen de las Especies.

Parece que, de una vez por todas, el telescopio ha recobrado su función original: acercarnos el cielo. Eso sí, no me creáis a mí, compraros el libro de Flew o cualquier otro y leed, malditos, leed. Y es que, para resolver una cuestión tan trascendental y dramática como la existencia de Dios, tres ideas preconcebidas y dos panfletos no bastan. Una opinión hay que respaldarla; todo lo demás es creencia. Teístas o ateístas, lo mismo da, creencias en definitiva. La única diferencia es que, a día de hoy, unos se basan en la esperanza, la revelación y la ciencia, mientras los otros se sostienen en la nada como si de algo se tratase. Cuál sería la prueba de error: ¿se sostienen verdaderamente?

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